Milenio

Falleció a los 82 años el escritor Abelardo Castillo

El argentino, ganador de diversos premios, murió el lunes por una infección intestinal

- MAESTRO DEL RELATO BREVE EFE/Buenos Aires

El escritor argentino Abelardo Castillo, reconocido especialme­nte por sus cuentos, falleció en Buenos Aires a los 82 años, confirmaro­n ayer fuentes del sector editorial.

Nacido en Buenos Aires en 1935, Castillo destacó en el relato breve, aunque también con novelas como El que tiene sed y Crónica de un iniciado, y con obras de teatro como Israfel.

Fundó revistas literarias como El escarabajo de oro, El ornitorrin­co y El grillo de papel. Su última obra, Diarios (1954-1991), fue publicada en 2014 por la editorial Alfaguara.

Galardonad­o con numerosos premios y reconocido por labor como formador de escritores, su obra fue traducida a 14 idiomas. Su fama comenzó a los 24 años, cuando obtuvo el primer premio del concurso de la revista Vea y Lea, con Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares y Manuel Peyrou como jurado. “Todos extrañarem­os a Abelardo Castillo (1935-2017). Seguirá enseñándon­os a todos a escribir mejor”, transmitió ayer el ministro de Cultura argentino, Pablo Avelluto, a través de Twitter.

“Murió Abelardo Castillo. Tristísima noticia”, publicó por su parte el escritor y periodista Hernán Casciari. También lamentó la noticia el autor Jorge Asís, quien le calificó de “escritor superior” e “inmortal”, antes de destacar entre sus obras los cuentos “Los ritos”, “El cruce del Aqueronte” y “Crear una pequeña flor es un trabajo de siglos”.

Castillo murió la noche del pasado lunes a causa de una infección intestinal que sufrió tras haberse sometido a una cirugía en las últimas semanas, según allegados del escritor.

Estaba previsto que fuera uno de los integrante­s del jurado del Premio Literario Fundación El Libro, uno de los galardones que entregará la prestigios­a Feria Internacio­nal del Libro de Buenos Aires, cuya 43 edición fue inaugurada el pasado 27 de abril. m

Debemos pensar en estar bien y convertirl­o en trayectori­a, en sustantivo, gerundio o participio, como hizo Kafka, que procuró evitar el dejarse caer encima de la cama con lastimoso abatimient­o, o Kant, que resolvió actuar virilmente sin enfoscar su intelecto entre perplejida­des, ingeniando un sistema meticuloso de signos. La penumbra de sus obras iluminan vacilante breves piezas de Walser.

¿Cómo habría que entender a quienes son icónicos? Como ellos se entendían a sí mismos o, mejor dicho, como querían hacernos creer que se entendían a sí mismos: sin necesidad de vanas gratificac­iones. Uno de los temas constantes cuando un escritor alcanza la madurez intelectua­l parece ser describir su onírica vida interior. Muchos han sido los mártires de dicho arte; por ejemplo, Flaubert o Joyce, que rinden con textos capitales un homenaje al lector, dándole lecturas más durables que él.

Hoy día poca poesía o una minoría de poetas mencionan, cual Rilke, sauces a la orilla del río y tatúan cornejas en páginas que trazan el camino del Cid o el de Pound, que nos da imágenes de victoria sobre la muerte, demostrand­o que puede vencerse al enemigo y haciéndono­s comulgar con las palabras de otros grandes escritores que tozudament­e buscaron tierras prometidas y, al estilo de Adorno, celebraban cualquier encrucijad­a. No resulta extraño para quienes frecuentan la literatura, imaginar que Dedalus viajara a China o temer que Brod lanzara libros al fuego.

Todos hemos repasado frases de Kierkegaar­d (“para el hombre que aspire a triunfar en la vida existen dos caminos: ser César o ser Nada”), e idolatrado a aquellos que tomaron muy en serio la tarea proustiana de resumir un mundo en sí mismo infinito y universal, con la solemnidad de las cosas que apreciamos desde siempre. Aunque estos nombres exentos de sentido, o sea, si no están posados en la cercanía del lector son solo nombres, jamás cedieron la mano al influjo variable del tiempo y de las modas.

Algo hay de ellos en nosotros, de sus pequeñas alegrías o grandes desgracias, incontenib­les e imposibles de obliterar en nuestra vida cotidiana ya que sus esfuerzos no fueron puramente literarios sino también morales: no imitaron a nadie y nadie los podrá imitar. m

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Fundó varias revistas literarias.

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