Federalismo enfermo
En los últimos meses se ha acumulado una multitud de agravios de carácter local de los que se ha responsabilizado abierta o implícitamente a la acción u omisión del gobierno federal.
Apenas esta semana el Presidente de la República y el secretario de Gobernación aludieron a la responsabilidad que deben asumir los gobiernos estatales en materia de seguridad. El reclamo, válido, es extensivo a otras áreas de las administraciones públicas de las entidades. Hay quienes se preguntan cómo es posible que lo sucedido con el gobierno de Javier Duarte en Veracruz haya ocurrido sin la intervención del gobierno federal o que Reynosa, un día sí y otro también, amanezca paralizada por bloqueos del narco, o que el robo de combustibles a Pemex alcance cifras de más de 100 mil millones de pesos y el Ejército sufra cuatro bajas en enfrentamiento con los criminales dedicados a la ordeña de ductos. Lo que más bien habría que preguntarse es cómo es posible que no ocurran más y peores incidentes a la luz de un sistema federal enfermo.
Nadie como Fidel Herrera, todavía gobernador en funciones, expresó con mayor clari- dad el estado de salud del federalismo mexicano: “la plenitud del pinche poder”. Convergen en el fenómeno muchos factores: el declive relativo del PRI como partido dominante; el fin fáctico y legal de la presidencia autoritaria; la proliferación del pluralismo local; la creciente influencia de partidos políticos, Congreso federal y congresos locales; la afluencia económica de las arcas estatales y municipales; la descentralización económica del país. En los últimos 30 años se han creado y establecido diversos incentivos fiscales y políticos para los niveles de gobierno estatal y municipales sin contrapesos y sin mecanismos genuinos de rendición de cuentas. El concepto de soberanía estatal se ha ampliado al de autarquía, siempre y cuando se disponga en situaciones de crisis de la ayuda y presencia del gobierno federal.
El gobierno federal no cuenta con instrumentos más que en situaciones extremas para controlar la locura de algunos gobernadores que, sensatos en su candidatura, perdieron la cabeza en el ejercicio “del pinche poder” y que llegaron al cargo sin un mínimo piso de ética de responsabilidad que va más allá del estricto cumplimiento de una ley que para efectos prácticos les permite hacer y deshacer con toda impunidad.
Reformas legislativas decisivas de los años 80 y 90 fortalecieron, valga la paradoja, el debilitamiento de un sistema federal impuesto e inventado desde la borrachera independentista del Constituyente de 1824.
Las bondades del federalismo mexicano para quienes lo viven y sufren a diario es un mito genial, excepción hecha de gente que vive de mitos, como López Obrador, que echa en cara al Presidente que les recuerde a los gobernadores sus responsabilidades y que considera al célebre Javidú como un chivo expiatorio.
El sistema federal mexicano tiene que ser contrapesado, pero para eso, hay que plantearlo, primero, como un problema. La seguridad y las finanzas públicas son solo la punta de un iceberg enfermo de raíz. M