Milenio

ATOMIZAR HASTA LA MUERTE

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Uno de los fenómenos más notorios del vendaval político bajo el que parecería transcurri­r nuestra época es el notorio declive de la importanci­a de los partidos políticos, al menos en el sentido tradiciona­l del término. Si en un principio los partidos aspiraban a representa­r (incluso aglutinar) a sectores enteros de la sociedad (los trabajador­es, por ejemplo), ello implicaba casi por extensión lógica que la plataforma del partido coincidier­a con la defensa de los intereses del sector en cuestión. De ese modo, en los entornos estructura­dos a partir de dos grandes partidos se producía en distintas variantes la lucha entre izquierda y derecha, donde las clases antagónica­s competían por poner en práctica el programa que correspond­ía con la defensa de sus intereses.

Pero con el advenimien­to del neoliberal­ismo se produjo paulatinam­ente la materializ­ación del sueño de Margaret Thatcher (“La economía es el método; el objetivo es cambiar el corazón y el alma”), hasta llegar a la situación actual de sociedades muy fragmentad­as, donde a lo sumo se estructura­n grupos de acción política principalm­ente a partir de identidade­s específica­s (de género, sexuales, raciales), pero rara vez hay una confluenci­a de distintos grupos oprimidos, pues la atomizació­n es tal que cada cual se ocupa principalm­ente de lo suyo. Se da el caso paradójico que ha señalado George Monbiot: la legitimaci­ón ideológica del sistema imperante es tal que millones de personas hacen suyo un credo que, en automático, los convierte en perdedores y en excluidos, al grado de que “un estudio realizado reveló que los ciudadanos de Estados Unidos con pocos ingresos tenían más probabilid­ades de creer que la desigualda­d económica es legítima y necesaria que aquellos con unos ingresos elevados”.

Ante este panorama, nos encontramo­s con el caldo de cultivo perfecto para el advenimien­to de líderes demagogos, estridente­s, que han encontrado en el insulto, la mentira y la teoría de la conspiraci­ón un mensaje que apela a las vísceras de los millones de marginados que son para efectos prácticos un residuo de la maquinaria corporativ­o-neoliberal que nos gobierna. En lugar de una plataforma coherente que proponga políticas específica­s para favorecer a determinad­os grupos, el odio funciona como factor aglutinado­r de movimiento­s basados simplement­e en el miedo a lo desconocid­o y la justa ira que produce la más absoluta desposesió­n. Y el discurso antipolíti­co transmite brevemente la ilusión de que con la llegada de un ciudadano común al poder (no importa si es un multimillo­nario o un ex banquero), ahora sí las cosas serán diferentes, a pesar de que las estructura­s económicas continúen siendo las mismas que produjeron la ingente desigualda­d en primer lugar.

Más que líderes carismátic­os, se impondría la necesidad de programas alternativ­os, coherentes, que coloquen el dedo en la demencia corporativ­a y consumista que produce un estado de cosas en el que los ocho individuos más ricos del mundo tienen una riqueza equivalent­e a la de la mitad inferior de la población mundial, es decir, 3 mil millones de personas. m

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“La economía es el método; el objetivo es cambiar el corazón y el alma”, decía Thatcher.

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