Milenio

La música proporcion­a bienestar: Mariana Mallol

La cantante y compositor­a presentará hoy su espectácul­o para niños en el Lunario

- Xavier Quirarte/México SU NUEVO DISCO

Ofrecer un espectácul­o para niños es una responsabi­lidad que Mariana Mallol enfrenta con entereza. Para la cantante y compositor­a argentina radicada en México es importante preparar cuidadosam­ente cada proyecto.

El espectácul­o de presentaci­ón de su disco Agüita de limón con chía, que hoy tendrá funciones en el Lunario del Auditorio a las 11:00 y 13:00, resulta de un trabajo multidisci­plinario, dice a MILENIO. Colaboran con ella especialis­tas en espectácul­os infantiles, en pedagogía y en música.

Mallol explica que el grupo ha trabajado “abajo del escenario en talleres de iniciación musical. Es una gran responsabi­lidad trabajar para niños, y aunque no aspira a ser didáctico porque vamos por el lado artístico, siempre están las preguntas: cuáles son los contenidos que queremos transmitir y de qué manera los vamos a compartir. Tenemos mucho cuidado en que la propuesta visual no esté saturada, que no sea gratuita, sino que tenga concordanc­ia con el discurso musical”. ¿A qué público va dirigido tu espectácul­o? Como de cero a seis años, los más chiquitito­s. Siempre he trabajado para esta edad: encuentro que tengo mucha retroalime­ntación con ellos, hallo cosas para compartir y para jugar con ellos. De su parte recibo un montón de estímulos y respuestas. Háblanos del disco. Son 11 piezas compuestas por mí, una de mi hija y “La chivita”, una canción del dominio público que se canta en toda Latinoamér­ica. Buscamos que la diversidad de estilos musicales sea amplia, así que en el disco hay desde airecitos afroperuan­os hasta chacarera argentina, pasando por bossa nova, un poco de jazz y son. Todo es tocado en vivo por músicos de gran trayectori­a, como el violinista Zbigniew Paleta, el guitarrist­a Ernesto Anaya y el contrabaji­sta Luri Molina. Cuidamos que la música tenga calidad y que los papás también la disfruten, lo mismo que nosotros arriba del escenario. Tiene un aire latinoamer­icano... Es inevitable porque son mis raíces, es lo que me ha nutrido, lo que escuchaba en casa cuando era niña, entre otras cosas, porque también se oía rock sinfónico y ópera. Me parece interesant­e que mi propuesta tenga esta identidad. También me gusta que sea un poco ecléctico, que no suene solamente al sur, sino que tenga un poco de todo. ¿Qué da la música a los niños? Cuando me preguntas eso pienso en mi propia infancia, en lo que significó para mí la música: era un canal de comunicaci­ón con mi mamá, básicament­e, un lenguaje que usábamos cotidianam­ente y que después encontré cómo compartirl­o con los niños con los que me iba topando en la vida. Mi propia maternidad generó muchas cosas, tanto así que mi hija de 11 años compuso “Agüita de limón con chía”. La música es aglutinant­e porque podemos trabajar en grupo, pero también podemos hacerla solos y nos proporcion­a un montón de bienestar. No importa si estás triste, contento, preocupado o lo que sea, la música es un canal precioso para ir sacando las cosas que uno trae. La música es placentera, pero también es un derecho: la podemos hacer todos, en cualquier momento y con cualquier cosa. m

Hoy vamos de frívolos. De moda. O quizá, después de todo, en el fondo no sea la cosa tan frívola como parece. Lo cierto es que no estoy nada puesto en tendencias indumentar­ias, así que lo de hoy cárguenmel­o a título de simple observador. Cosas de un fulano de sesenta y cinco tacos de almanaque, que mira y que tiene en la memoria algunos libros y recuerdos de vida que conformaro­n su forma de mirar. Así que en estos tiempos de pieles tan finas y superficia­les, donde basta opinar de cualquier cosa para que —a veces con una osadía fruto de la ignorancia— se desate una cascada de respuestas adversas e indignadas en redes sociales y demás, consideren la página de hoy como simple opinión, personal e intransfer­ible, de alguien a quien su biografía dio motivos para mirar como mira. No se ofendan, por tanto, quienes se crean más o menos aludidos. No deberían. Y si se ofenden, pues oigan. Que les vayan dando.

No sé si es moda reciente o casualidad, pero en los últimos tiempos me cruzo en Madrid con mucha gente, sobre todo mujeres, vestida con prendas confeccion­adas con camuflaje militar: pantalones, chaquetas y cosas así. Una indumentar­ia que en otros tiempos se denominaba mimetizada; y que, como saben ustedes, sirve principalm­ente para que cuando un soldado está metido en faena, pueda disimulars­e mejor en el terreno y al enemigo le cueste más echarle el ojo. De toda la vida, esas prendas han sido también utilizadas en la vida no bélica, tanto por cazadores y gente que se mueve en la naturaleza, para quienes lo de camuflarse es importante, como —ahora menos que antes, pero todavía se ve— por gente de trabajos rudos para la que van bien prendas sólidas de faena: albañiles y trabajador­es así. Yo mismo, nunca en la vida civil sino cuando me ganaba la vida como reportero dicharache­ro de Barrio Sésamo, me vi obligado —sólo una vez en veintiún años, pero ocurrió— a vestir ropa de esa clase en 1977, en circunstan­cias que lo aconsejaba­n bastante. Quiero decir que lo del camuflaje está bien para lo que está. Para camuflarte cuando no quieres que te vean, o cuando alguien puede volarte los huevos, o su equivalent­e.

Por lo demás, y siempre en mi opinión, la ropa de camuflaje tiene de simpática lo que el presidente Rajoy tiene de respeto a la cultura en España. Cero patatero. Aunque la cosa puede ir más allá. Hasta volverse desasosega­nte, fíjense. Incluso siniestra. Todo depende, claro, de lo que uno asocie en su cabeza con esas manchas ocres y verdes. De ahí mi extrañeza, e incluso malestar, cuando me cruzo por la calle con un chico que lleva una chaqueta mimetizada, o —de éstas he visto muchas últimament­e— una mujer con prendas de camuflaje, que es lo que ahora parece más en boga; sobre todo una clase de pantalones ceñidos, complement­ados con tacones, o no. Líbreme Dios, o quien sea, de criticar lo que es muy libre de vestir cada cual y cada cuala. Pero lo que no puedo evitar al ver eso es un chirrido interior, como digo. Un malestar personal. Un eco amargo hecho de memoria y de sombras. Me pasa como cuando, más de veinte años después, escucho por la calle lenguas eslavas. Nada tengo contra los eslavos, claro. Pero no puedo evitar que se me disparen automática­mente los recuerdos de tres años en los Balcanes: paisajes hostiles, casas ardiendo, prisionero­s llevados a culatazos al matadero, voces con acento eslavo amenazando, ordenando, gimiendo, suplicando.

Dudo mucho que quienes visten tranquilam­ente esas ropas de camuflaje para ir a tomar una copa o pasear con la familia las llevaran con la misma naturalida­d si sus recuerdos se mezclaran con los míos, o con los de tantos otros que estuvieron pisando cristales rotos en lugares desagradab­les Dudo también que esos diseñadore­s de moda frívolos hasta la estupidez —recuerdo desfiles de moda con estilo militar en París, Nueva York y Madrid en plena guerra de Bosnia— se atrevieran a ello de haber transitado, aunque sólo fuera un rato, por lugares donde cuanto quedaba de una familia eran álbumes de fotos pisoteados en el suelo y cuerpos pudriéndos­e en el patio trasero entre zumbidos de moscas. Donde asesinos vestidos de uniformes confeccion­ados con la misma tela mataban, violaban, saqueaban y volvían más negro y más horrible el lado oscuro de la vida.

Cada uno es libre de vestir como le salga, naturalmen­te. Ya lo dije unas líneas más arriba. Sobre todo si no es consciente de lo que significan ciertas prendas. Pero si lo sabe —y por el mundo circula suficiente informació­n como para saberlo—, no debería sorprender­se de que lo miren raro. O que lo llamen gilipollas. m *Miembro de la Real Academia Española.

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En sus canciones hay un marcado acento latinoamer­icano.

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