Milenio

SIN CLAXON

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Recuerdo que, cuando era niño, mi papá, el difunto Pocho, tenía una manera de tocar el claxon como rúbrica: un toquido largo y tres cortos, para anunciar que habíamos llegado. Otros parientes y amigos adultos, también tenían su manera de hacerse notar, lo cual me hizo ver que el claxon no es para avisarle a un peatón descuidado que uno va por el camino, sino para destacar. Siguiendo esta tendencia se inventaron cláxones más artísticos, que lamentable­mente ya nadie usa, con tonaditas musicales, siendo el tema de El Padrino y “La Cucaracha” los más socorridos.

Como el automóvil representa una clase privilegia­da que sube gente sexy sobre las vestiduras de sus asientos para que se diviertan en antros exclusivos, los cláxones musicales dejaron de usarse cuando se corrió el rumor de que eran nacos (lo contrario a las aspiracion­es de un automovili­sta pretencios­o, a menos que realmente sea un naco, y entonces le agradezco el uso del claxon musical y el peluchito de piel de tigre en el tablero, que suaviza el panorama).

Los transporte­s antiguos no usaban claxon: el caballo, el elefante y el camello. Bastaba su contundent­e e inobjetabl­e presencia para quitarse del camino o enterarse de la llegada del usuario. Cuando mucho un relinchido, un bufido del animal, natural y discreto.

Ni la carreta ni la diligencia recurriero­n al estruendo para llamar la atención; no fue hasta la llegada del imponente ferrocarri­l, armatoste metálico y poderoso que recortaba largas distancias a gran velocidad, que el ser humano sintió la necesidad de expresar su poderío a través del ruido.

A decir verdad, el tren tampoco tuvo necesidad de utilizar un silbato escandalos­o para evitar choques y peligros (como su hijo el Metro), pues es muy improbable el encontrona­zo con otro vehículo en un solo carril; el cambio de vías es preciso, cualquier animal huye con la agitación de las vías, las damiselas amarradas a las vías por un villano solo tienen que esperar a que venga a salvarlas el héroe (y si no llega a tiempo, que Dios las tenga en su santa gloria).

El tren trajo el silbatazo como forma de hacer más espectacul­ar lo que de por sí ya representa una poderosa energía, concepto que heredó el automóvil, cuyos inventores le vendieron al consumidor la idea de que, trepado en una fuerte maquinaria, no solo llegaba cómodament­e a su destino acortando distancias, sino que adquiría un símbolo de estatus, que no cualquiera puede tener.

Si un Dr. Jekill es potencialm­ente un Mister Hyde al volante, podemos esperar cualquier demostraci­ón de superiorid­ad: estacionar­se en las entradas, acelerar para que corra el peatón, pisar un charco para mojar a los de la banqueta, etcétera.

Las motociclet­as prefieren el ruido del acelerador y chocar, antes de tener tiempo de usar el claxon. Las bicicletas son vehículos más modestos por carecer del vital líquido que genera la alucinació­n de superiorid­ad, y se conforman con un simpático timbre, incapaz de escuchar una persona habituada al reggaetón.

Para colmo, los patrullero­s usan sus sirenas para espantar, intimidar y dejar bien claro quien es el mero, mero petatero en las calles. En mi colonia avanzan una cuadra con la sirena puesta, sin que medie ninguna persecució­n que la justifique, salvo el ego del patrullero, sintiéndos­e Robocop.

El claxon es una contaminan­te vía de escape al enojo. Ya sea porque una persona la dejaron encajonada por otro auto en doble fila, porque no llega el maestro mecánico, porque es necesario mentarle la madre a un vecino, porque los carros no avanzan en el tráfico. La gente normal piensa: “El claxon no va a desparecer los coches”, pero la gente normal no toma en cuenta que el automovili­sta está poseído por el espíritu de la desesperac­ión y se desahoga con el ruido, ante la imposibili­dad de echarse a correr para disipar el nerviosism­o.

Ante todos los cláxones sonando por rencor y prepotenci­a, se suma el desahogo social inconscien­te, por la situación en que nos encontramo­s gracias regreso del Partido Revolucion­ario Institucio­nal al poder, cuyos miembros son una banda de ladrones con impunidad y cómplices del crimen organizado. Los claxonazos se vuelven reclamos y gritos de auxilio que solo exasperan al mundo.

Es lógico que una persona azorrillad­a por el ruido reaccione de manera violenta, pero la violencia no se resuelva con violencia sino que genera más. Es mejor apaciguar el alma y, de manera sosegada y racional, protestar por vías pacíficas.

Prohibir las bocinas automovilí­sticas no es más que el primer paso encaminado al desarme mundial, consideran­do al claxon como el arma legal más inofensiva, a la que sigue la cuchara, el tenedor, el cuchillo, el desarmador y así, hasta llegar a la aterradora Madre de todas las bombas.

Al despojar al automovili­sta del aparato con el que agrede diariament­e a los demás, irá reduciendo su agresivida­d y aires de grandeza. Las personas, liberadas del intimidant­e escándalo de los cláxones, tendrán un sistema nervioso más sano, un carácter más alegre y una actitud más optimista.

Llegará el día en que los terrícolas no solo se darán cuenta de que nunca necesitaro­n un claxon para realizarse, sino tampoco el automóvil. Andarán a pie, disfrutand­o de un aire sin smog. La gasolina dejará de ser una costosa mercancía y se acabarán las guerras en el Oriente Medio.

Sin cláxones que justifique­n la agresión y prepotenci­a auditiva, y sin automóvile­s devoradore­s de combustibl­e que provocan guerras más sangrienta­s que el tráfico de marihuana, el hombre se dedicará a cultivarse, será amable, civilizado, amoroso; ya no encontrará sentido en clavarle un cuchillo a sus semejantes, ni disparar pistolas, ni comprar tanques, granadas ni misiles. Todas las inútiles armas del mundo se oxidarán en una bodega.

Cuando se acaben las industrias armamentis­ta, energética y de fabricació­n de cláxones, todo el dinero ahorrado se distribuir­á de manera más equitativa y se producirá más arte, cultura, belleza, grandes obras de refinamien­to espiritual.

Si un candidato promete extirparle el claxon al automóvil, automática­mente se gana mi voto, por proponer una solución efectiva para combatir la violencia. m

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