Coalición en 2018, necesidad, no capricho
El anuncio hecho por Ricardo Anaya y Alejandra Barrales sobre la creación de un frente electoral para derrotar al PRI en 2018 desató una ola de comentarios, la mayoría desfavorable. Muchos provienen de los afectados por la eventual alianza (priistas, AMLO y sus seguidores e independientes) y otros fueron hechos por grupos o personajes del PAN y del PRD opuestos a las alianzas con argumentos ideológicos (la incompatibilidad en temas en los que la derecha y la izquierda difieren) o por fobias personales y conflictos internos.
El asunto es de enorme relevancia para el futuro del país, razón por la cual merece una reflexión más profunda y serena, que vaya más allá de las descalificaciones basadas en intereses particulares. Evidentemente que esos intereses, legítimos sin duda alguna, deben formar parte del debate, pero por razones de claridad en el análisis hay que hacerlos a un lado momentáneamente.
El dato duro, ampliamente conocido, del que debe partir el análisis es la fragmentación del voto entre los nueve partidos con registro. En la elección del año 2000, los partidos pequeños obtuvieron 4 por ciento de los votos; en 2012, 19 por ciento, y en la de 2015 se adueñaron de 34 por ciento. De mantenerse esta tendencia en 2018, muy probablemente quien gane la presidencia lo hará con alrededor de 30 por ciento de respaldo electoral.
Ello supondrá un mandatario débil, sin mayoría en el Congreso, que enfrentará enormes problemas para gobernar, es decir, que difícilmente cumplirá sus promesas, cualquiera que hayan sido: fin a la corrupción, seguridad para todos, crecimiento económico y mayor igualdad y justicia sociales. La ineficacia de su gobierno agudizará la crisis de desconfianza de los ciudadanos en la política y la democracia. Un escenario probable y riesgoso.
Por tanto, el juego político se llamará: crisis o gobernanza democrática. Si queremos lo segundo (espero que así lo decidan los partidos), ello dependerá —nos guste o no— de la construcción de coaliciones de gobierno. El problema se reduce a cuándo y cómo hacerlas. Hasta la fecha, lo que ha abundado en la política mexicana han sido alianzas estrictamente electorales (las más socorridas han sido las del PRI con el PVEM y, en menor medida, las del PAN con el PRD) que no se han traducido en coaliciones de gobierno. La alianza termina el día de la elección. Si triunfa, el candidato de la alianza gobierna sin tomar en cuanta al partido aliado y sin compromisos de gobiernos puntuales. Ese mecanismo, la alianza electoral, ha sido eficaz para ganar, no para gobernar.
Ahora, considerando la profunda crisis política del país, se requiere además de la alianza electoral, perfilar un gobierno de coalición, es decir, haber negociado un programa de gobierno a ejecutar por un gobierno amplio: Ejecutivo con miembros de todos los partidos en el gabinete y con el apoyo de una amplia bancada legislativa. Considerando que ese panorama sería inédito en México, en caso de que PAN y PRD avancen en esa dirección, las dificultades para concretar una alianza electoral que además suponga un gobierno de coalición, serán enormes.
Pero, insisto, esa sería la única vía para reducir —no eliminar por completo— el riesgo de un gobierno terriblemente débil que, más temprano que tarde, agravaría la ingobernabilidad del país. Así, más allá de los errores en el lanzamiento del frente electoral para 2018 hecho por Anaya y Barrales, qué bueno que pusieron el tema sobre la mesa. Si dentro del PAN, del PRD y los otros partidos que pudieran sumarse dejan a un lado la miopía y encuentran la manera de hacer coincidir sus intereses particulares con los del país —no es difícil, solo se requiere ver al mediano plazo— las dificultades podrían ser superadas. Pero de ellas nos ocuparemos la próxima semana. M
Si dentro del PAN, del PRD y los otros partidos que pudieran sumarse dejan a un lado la miopía y encuentran la manera de hacer coincidir sus intereses particulares con los del país, las dificultades podrían ser superadas