Los Jefes de Partido y la Cabeza Parlante
Una larga, densa, culeabreante marcha de sombríos ciudadanos que procedían de todas las zonas de la ciudad, unos pocos desde los barrios elegantes y bonitos y unos muchos de los barrios paupérrimos y feos (porque, digan lo que digan algunos poetas tontos, o listos pero serviles a poderosos e inhumanos intereses, la pobreza no engendra belleza, y el cronista piensa que es hora de acabar con esos cuentos engañabobos), llegó hasta el lugar donde ininterrumpidamente musitaba su monólogo la sabia, meditativa y siempre insomne Cabeza Parlante instalada en el fondo de un viejo barril cervecero (artefacto sobreviviente de tiempos en que la cerveza venía en barriles, claro está).
—Doctísima cabeza —dijo uno de los líderes de la marcha— venimos a consultarte todos los ciudadanos sin partido de la otrora trasparente Ciudad de México, hoy derivada en la opaca Esmógico City.
—Vale —dijo la Cabeza Parlante—, consúltenme pues, ya que interrumpieron mi musitación filosófica.
—Sabia Cabeza, en nuestra ciudad nos hallamos en periodo electoral y todos estamos furiosos y agarrándonos de las greñas e insultádonos y hasta bronqueándonos porque vinieron los jefes de los partidos, todos ellos con el mismo discurso o con otros blablablaes que, palabras o menos, son el mero mismo blablablá. ¿Qué podemos hacer para volver a a la ancestral concordia? Habló la Cabeza: —Levantad una estatua a cada jefe de partido, y quizá con ello se reduzca la bronca de ustedes.
—¿Estatuas, ilustre Cabeza? ¿Mármol o bronce? Demasiado caro para nuestra humilde comunidad.
—Entonces levantad en la plaza unos pedestales de la mayor altura posible, y cada día han de instalarse uno por uno en ellos los tales jefes de partido, que deberán ejercer total inmovilidad y total silencio, como estatuas, y cuando todos hayan cumplido sus 365 días de pedestal y de así autoglorificarse, vuelvan a tener otro turno, y otro y otro...
—Pero, sabia Cabeza, eso será un tormento para los “estatuados”, que se tatemarán, sufrirán sed y calambres por la total inmovilidad y puede ser que, desecados por sol, o congelados por la luna, se nos mueran los desdichados, o por lo menos y —esto también sería inhumano por crueldad moral— devendrán en el hazmerreir de todos.
—Precisamente —dijo la Cabeza Parlante, cerrando los ojos en señal de despedida.