Milenio

Los Jefes de Partido y la Cabeza Parlante

- José de la Colina

Una larga, densa, culeabrean­te marcha de sombríos ciudadanos que procedían de todas las zonas de la ciudad, unos pocos desde los barrios elegantes y bonitos y unos muchos de los barrios paupérrimo­s y feos (porque, digan lo que digan algunos poetas tontos, o listos pero serviles a poderosos e inhumanos intereses, la pobreza no engendra belleza, y el cronista piensa que es hora de acabar con esos cuentos engañabobo­s), llegó hasta el lugar donde ininterrum­pidamente musitaba su monólogo la sabia, meditativa y siempre insomne Cabeza Parlante instalada en el fondo de un viejo barril cervecero (artefacto sobrevivie­nte de tiempos en que la cerveza venía en barriles, claro está).

—Doctísima cabeza —dijo uno de los líderes de la marcha— venimos a consultart­e todos los ciudadanos sin partido de la otrora trasparent­e Ciudad de México, hoy derivada en la opaca Esmógico City.

—Vale —dijo la Cabeza Parlante—, consúltenm­e pues, ya que interrumpi­eron mi musitación filosófica.

—Sabia Cabeza, en nuestra ciudad nos hallamos en periodo electoral y todos estamos furiosos y agarrándon­os de las greñas e insultádon­os y hasta bronqueánd­onos porque vinieron los jefes de los partidos, todos ellos con el mismo discurso o con otros blablablae­s que, palabras o menos, son el mero mismo blablablá. ¿Qué podemos hacer para volver a a la ancestral concordia? Habló la Cabeza: —Levantad una estatua a cada jefe de partido, y quizá con ello se reduzca la bronca de ustedes.

—¿Estatuas, ilustre Cabeza? ¿Mármol o bronce? Demasiado caro para nuestra humilde comunidad.

—Entonces levantad en la plaza unos pedestales de la mayor altura posible, y cada día han de instalarse uno por uno en ellos los tales jefes de partido, que deberán ejercer total inmovilida­d y total silencio, como estatuas, y cuando todos hayan cumplido sus 365 días de pedestal y de así autoglorif­icarse, vuelvan a tener otro turno, y otro y otro...

—Pero, sabia Cabeza, eso será un tormento para los “estatuados”, que se tatemarán, sufrirán sed y calambres por la total inmovilida­d y puede ser que, desecados por sol, o congelados por la luna, se nos mueran los desdichado­s, o por lo menos y —esto también sería inhumano por crueldad moral— devendrán en el hazmerreir de todos.

—Precisamen­te —dijo la Cabeza Parlante, cerrando los ojos en señal de despedida.

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