Trasladado a y alojado en la celda del quien haría que su estancia fuera un infierno o lo convertiría en
Un día, Rugidor fue La Peni Mayor, primera dama
Eran las cuatro de la madrugada cuando Rugidor advirtió presencias que asomaban, agazapadas, cautelosas, por los barrotes de la celda. Su corazón palpitó tan rápido que creyó saldría del pecho; la respiración se le hizo más agitada; el sudor empapó su cuerpo. Calosfrío cuando abrieron el candado de su puerta. Saltó de su camastro de cemento, donde noche a noche su espalda gemía de dolor y sus insomnios eran frecuentes.
En la oscuridad de su celda concentró su fuerza ante un posible ataque.
—Prende la luz. Muévete: ¡prende la luz o te agarro a chingadazos! Y no quieras pasarte de vivo o sales con las patas por delante ....
Eran cuatro custodios que pronunciaron su nombre, uno de ellos se acercó, ordenándole que recogiera lo indispensable, pues sería trasladado a otro penal.
Otro custodio, con mirada de fastidio, exclamó:
—¡Con una chingada, ¿no estás oyendo que te apures?! —y le aventó las cobijas al rostro.
Rugidor no podía moverse, su corazón no dejaba de agitarse y su sangre fluía tan rápida que la vista se le nublaba, su respiración era más difícil; un dolor de estómago se le acentuó, como si hubiera recibido un golpe. La gastritis lo traicionaba.
Reaccionó hasta que su compañero y amigo, Aarón, le apretó la mano diciéndole que no tuviera pendiente, que él avisaría a la familia Rugidor de su traslado y guiñándole un ojo le deseó buena suerte: “No creo que haya peor que aquí, en el Bordo”.
Rugidor le abrazó; sentía que lo dicho por Aarón lo protegía. Su corazón empezó a tranquilizarse y su respiración se normalizó. El dolor de estómago desapareció. Tomó algunas pertenencias y salió acompañado por los cuatro custodios y la mirada de Aarón.
Rugidor cruzó por las celdas de otros compañeros que le miraban con preocupación, burla o con indiferencia la mayoría; algunos preguntaban a dónde lo llevaban; otros, como su amigo Aarón, le deseaban buena suerte. Caminó por los corredores que conducen a la salida de los dormitorios.
Volvió la cara, su mirada, a lo que había sido su hogar, el cantón donde su cuerpo reposó, se protegió del frío y cubrió de la lluvia; donde conoció la amistad, envidia, ira y un sinnúmero de sentimientos que el hombre va cargando en su larga existencia.
Recordó su celda, donde había colocado un Cristo hecho de paja, al cual evocaba pidiéndole fortaleza y con sus oraciones le rogaba por sus seres amados: su madre, sus hermanos. Cruzó la puerta acompañado por los cuatro custodios que lo habían sacado de su celda; por el camino encontró al Men, que estaba comisionado en las oficinas y barría; levantó la escoba y le guiñó un ojo. Con un movimiento le dijo adiós, y por lo bajo: “Me saludas a Nuncavuelvas”.
Entregaron a Rugidor a otros custodios; lo condujeron por un pasillo. Otra puerta. La traspusieron y caminaron, ya en el patio, hasta la camioneta blindada. La abordó con tres compañeros más; el custodio que portaba chaleco antibalas, metralleta, pasamontañas y uniforme negro los esposó a las patas de los asientos.
—Muy quietecitos: al primero que empiece a hacer desmadre lo agarro a coscorrones —amenazaba con un tolete, negro también—. O si quieren pedradas estas perforan elefantes, ratas sarnosas.
El custodio salió, cerró tras de sí la puerta; tenía escotilla por donde el custodio podía observarlos. Los compañeros de traslado comenzaron a preguntarse unos a otros a dónde los llevarían. Al final, ni les importaba. Su vida no mejoraría.
—Ya se enterará la familia dónde llevar los frijoles.
Rugidor los conocía por sus apodos y por su manera de vivir dentro del penal. El Pelón consumía grandes cantidades de droga, fuese la que fuese: un día cocaína y al otro thíner. Carlos fue acusado de violación, y al igual que El Pelón, era drogo. Otro trasladado era El Gordo, sujeto cruel con los más débiles, a quienes sometía, vejaba y les imponía una cuota económica diaria:
—Al que no cumpla, le ventilo el culo con el querendón —decía mostrándoles un picahielos.
Se escuchó el encendido del motor y el corazón de Rugidor aceleró como cuando lo sacaron de la celda.
Salieron del penal y Rugidor comenzó a escuchar sonidos que ya había olvidado; también percibió aromas remotos y un sentimiento de melancolía se apoderó de él; dijo para sus adentros:
—Como que huele a la libertad. Apesta, pero menos que adentro…
Dejó caer su barbilla en su pecho que aún latía aceleradamente. Cerró los ojos viviendo en su mente los acontecimientos de los días anteriores, cuando un compañero trató de apuñalarlo. ¡Qué desgracia! Abrió los ojos y las lágrimas resbalaron por sus mejillas. Recordaba que por instinto había tomado un palo para defenderse de aquel ataque y pegándole en la cabeza a su agresor hizo que cayera inerte a sus pies.
La tristeza y el dolor de su alma lo invadían, su conciencia lo enfurecía, haciéndolo estremecer, preguntándose si habría sido mejor que él fuera difunto.
El ruido del motor le resultaba insoportable, sentía que le taladraba el cerebro; se contrajo hasta expulsar un grito, un aullido de impotencia pura. El custodio abrió la escotilla de la puerta:
—¿Quién fue? ¿Qué fue eso? ¿Oíste, Gordo? A la bajada me dices… O pagas con dientes —Vas se escuchó El Gordo. El silencio —se prolongó todo el trayecto.
Rugidor volvió a cerrar sus ojos y creyó ver la imagen de su madre brillando en la oscuridad del vehículo; sentía en su corazón cómo las oraciones de ese ser lo fortalecían, lo llenaban de esperanza. Con esa imagen se quedó dormido. No supo cuánto tiempo pasó, hasta que El Gordo lo despertó. Habían llegado.
La camioneta penetró en un túnel. Se escuchaban voces; se abrió la puerta de la camioneta y entró un sujeto que vestía de color beige; en su camisola traía insignias y la leyenda: “Penitenciaria del Distrito Federal”. Preguntó los nombres y el delito por el que iba cada uno. Traspusieron la aduana.
El custodio de La Peni salió y cerró la puerta. La camioneta volvió a moverse. Después de un rato entró el custodio que los esposó, les quitó los artefactos y les indicó bajaran del vehículo. Entumecidos, saltaron uno tras de otro. Rugidor sintió un codo incrustarse en su cara. “Pa que vuelvas aullar. Paga con dientes”, dijo el custodio.
Quedaron a cargo de otros custodios. Uno de ellos, con voz ronca, les indicó que estaban en La Peni del DF y que sabían la causa por la que fueron trasladados. “Blancas palomitas: bienvenidos al reino de los inocentes”.
A Rugidor lo separaron de sus compañeros y lo enviaron a un sitio que, según ellos, era “de tratamiento”.
—Te va a doler, pero te va a gustar…
Traspusieron más puertas. En los pasillos retumbaba el entrechocar de los cerrojos metálicos. Rugidor flotaba tranquilo y en paz. El codazo en el rostro lo anestesió. La sangre sabía a óxido. Entraron a un dormitorio donde fue recibido por quien dijo llamarse Roberto El Mayor. Su mirada fría; ademanes afeminados.
Todos guardaban silencio… “Él se encargará de que tu estancia sea un infierno a flor de tierra, o si te gusta: serás primera dama. Nomás no vuelvas a aullar. Vas a morder calcetín al rato, se despidió el custodio. m