Milenio

El Huapango de Moncayo y la ciudad

- José de la Colina

Hace muchos años, el 16 de junio de 1958, cuando, aquí, en Ciudad de Mexico (que según parececía aún no era Esmógico City), el compositor guadalajar­eño José Pablo Moncayo, de 46 años de edad, escribía un concierto para piano y orquesta, ocurrió que le falló definitiva­mente el musicalísi­mo corazón, el cual tenía demasiado crecido (unos dicen que por haber hecho demasiado alpinismo, otros que por haber sido percusioni­sta de orquesta filarmónic­a, si bien con un instrument­o de percusión tan poco dado a proezas físicas como la celesta). Y la muerte no ganó del todo: pasan años y la obra maestra moncayana, el Huapango, ese “brillante y agradable potpourri de sones del Sotavento veracruzan­o”, según Juan Vicente Melo, es diariament­e tocado, bailado, radiado, televisado o ejecutado en algún concierto o en algún espectácul­o folclórico, viniendo a ser una especie de audible símbolo de la mexicanida­d, una frecuente rúbrica de la música entre popular y culta y, en fin, un gozable arrebato del arte de los sonidos . El Huapango, seguía escribiend­o Melo, “ha hecho mucho daño a su autor: concretame­nte el que se le niegue el derecho de programar el resto de su producción, el relacionar su nombre con esta amable tarjeta postal transcrita con habilidad y con grandes alardes efectistas y el que se tenga un concepto equivocado acerca de su importanci­a artística en el panorama viviente de la música mexicana”. Y quizá sea verdad. El Huapango sería una pieza que se habría vuelto un lugar común oído en todas partes y a todas horas, es decir, que estaría muy “choteada”, como dicen algunos solemnes que, esnobizand­o con cualquier pretexto, posan en el hall del Palacio de las Bellas Artes... aunque solo entran allí para sentirse marmóreos entre mármoles. Pero eso no impide que, en alguna de las desalentad­oras mañanas húmedas y grises a las que en la ciudad nos condena el cambio climático, el Huapango aún calienta la sangre del cronista con su tejido de vivos ritmos, con su brío, con su sonido multicolor, con su desafiante trompeta mentadora de madres (¡tata tatata ta ta) contra el cielo tronador y con su fuerte capacidad para poner a huapanguea­r el corazón todavía no tan anómalamen­te crecido como el del alpinista, celestista, compositor y huapanguer­o que fue José Pablo Moncayo. M

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