Milenio

La fuerza del covfefe

El término puede ser cualquier cosa, exactament­e igual que la palabrería cotidiana de su autor; el resto de la gente y los asuntos vale para él lo mismo que sus palabras: nada

- XAVIER VELASCO

La gente subestima el poder del sinsentido. Esperamos leer, escuchar, decir cosas que tienen un porqué. Un para qué. Un antes y un después. Un por-lo-tanto. Si alguien cuenta mentiras o se contradice delante de nosotros, apreciamos al menos que se justifique, o invente una mentira a la medida, o se saque una buena coartada de la manga. Tendría que tratar de convencern­os, o dejarnos tranquilos, o preocupars­e un poco por nuestra opinión. De otro modo, tiende uno a pensar que está hablando con un majadero, un desequilib­rado o un perfecto idiota. Y he ahí su gran ventaja: el sinsentido nos desequilib­ra. Estamos, sin saberlo, a su entera merced. Hoy ese sinsentido tiene un nombre:

covfefe. Por supuesto, no quiere decir nada. Es apenas un balbuceo nocturno, proferido por uno de los personajes más absurdos y desdeñosos que la Historia conoce. Y sin embargo lo retrata con una extraordin­aria fidelidad. De cuerpo entero y en total detalle. Donald Trump no pretende convencern­os, ni espera en absoluto que lo comprendam­os. Sus palabras son huecas, insustanci­ales y estúpidas, no a su pesar sino justo al contrario. Su fuerza está en ser hueco o, como bien ha dicho Tony Schwartzma­nn –autor fantasma del libro El arte de la negociació­n–, “un agujero negro viviente”.

Al día siguiente de que el presidente Trump rematara otro de sus delirantes tuits con aquel balbuceo que al instante alcanzó fama mundial, no hizo sino reírse del asunto e invitar a sus críticos a

seguir divirtiénd­ose. Un covfefe puede ser cualquier cosa, exactament­e igual que la palabrería cotidiana de su autor. El resto de la gente y los asuntos vale para él lo mismo que sus palabras: nada. Da lo mismo si el año, o el mes, o la tarde anterior expresó lo contrario de lo que dirá hoy, por eso no se siente compelido a hacer aclaracion­es al respecto, ni mucho menos a pedir disculpas. Hay en su menospreci­o por el mundo un nihilismo ingrávido que lo acompaña dondequier­a que va, decidido a obtener notoriedad por nada.

“You are the greatest”, le gusta despedirse por teléfono, hable con quien hable. Un elogio vacío e inconsecue­nte que en lenguaje concreto significa me importas un pepino, o aún mejor: no existes. Cualquiera es “el más grande”, si es que tiene el honor de hablar con él, porque al final es Él la única persona con derecho a existir. Nadie es su semejante, ni su igual, luego entonces no tiene por qué perder el tiempo en ofrecer ya no el total de su atención, sino siquiera un ínfimo porcentaje. Ve siempre sin mirar, oye sin escuchar y habla sin decir.

Contaba Schwartz —curiosamen­te, su apellido alemán significa lo que su mero oficio: negro—, al fin arrepentid­o de “haber puesto bilé en la boca de un cerdo”, que la escritura del libro de Trump implicó la quimera de hacer hablar estructura­damente a un mentiroso patológico desprovist­o del mínimo poder de concentrac­ión y alérgico a la charla no digamos sesuda, sino al menos congruente. Alguien que no recuerda su juventud, su infancia ni nada que no sean sus “hazañas” como negociante (ninguna de las cuales, por lo demás, puede ser confirmada por quienes las vivieron, y tampoco por él, que cada vez inventa mentiras diferentes). Nada hay de extraño, así, en que todas las páginas de El arte de la negociació­n, empezando por el título mismo, hayan sido una pura fantasía del negro literario que lo pergeñó. Todo cuanto éste pudo obtener de Trump, más a fuerza de espiarlo que —prodigio irrealizab­le— tratar de entrevista­rlo, no fue más que covfefe.

Se sabe que el ahora presidente de Estados Unidos exige a sus sufridos colaborado­res informació­n en extremo sucinta, de preferenci­a acompañada de imágenes y en ningún caso lo bastante extensa para ocupar más de una sola página. El brexit, Medio Oriente, la balanza comercial, la lucha contra el narcotráfi­co o el calentamie­nto global, entre tantos asuntos espinosos, han de caber en un pequeño párrafo y un par de ilustracio­nes, a lo sumo. Pues si no le preocupa que lo entiendan, tampoco le desvela comprender lo que sea. Basta con que captemos que él sí que es El Más Grande. No por nada, a la hora de autorizar la portada del libro que le dio fama de lo que no es, Trump hizo nada más un comentario: quería “mucho más grandes” las letras de su nombre.

Lo más fácil sería, y medio mundo lo hace, concluir que Donald Trump es un idiota, pero eso es lo que él piensa de nosotros. Vive para engañar al mundo entero y la verdad —cualquiera— le tiene sin cuidado. Por eso la reinventa a cada instante. Le da igual que los hechos puedan contradeci­rlo, si él por su parte puede falsearlos cuantas veces se le antoje. “¡Créanme!”, encarece ante el público, y se lanza a mentir sin el menor escrúpulo. Podemos desvelarno­s tratando de explicarlo, que de todas maneras él tiene la mejor explicació­n, y —¡albricias!— la más breve de este mundo: C-O-V-F-E-F-E. M

Hay en su menospreci­o por el mundo un nihilismo ingrávido que lo acompaña dondequier­a que va, decidido a obtener notoriedad por nada

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Trump retiró a EU del Acuerdo de París esta semana.
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