Milenio

Llamando a Supermán

Abundan quienes claman por aquel superhombr­e que guíe sus destinos sin vacilación, cuyo poder resulte en tal modo solvente que no haya contrapeso para sus decisiones

- XAVIER VELASCO

Raro es el hombre fuerte que no enarbola alguna forma de misoginia. Todas, menos la que lo parió, le parecen sospechosa­s

Solía hablarse, no hace muchos años (y habrá quien lo haga aún, con un curioso orgullo rebañego) del gobernante férreo, terminante y temible como un “hombre fuerte”. Así se motejaba, por ejemplo, al general Omar Torrijos —y más tarde a su émulo, Manuel Noriega—, todavía recordado como “el hombre fuerte de Panamá”. La expresión puede haber pasado de moda, pero el mito acostumbra renovarse con necedad amnésica y vigor metastásic­o.

Abundan quienes claman por aquel superhombr­e que guíe sus destinos sin vacilación, cuyo poder resulte en tal modo solvente que no haya contrapeso para sus decisiones, ni se antoje siquiera la posibilida­d de cuestionar­las, so pena de acabar apachurrad­o por las temibles ruedas de la Historia. Pues nadie mejor que él, con su fuerza magnífica (quién sabe si provista por el Creador mismo) sabe lo que es mejor para sus compatriot­as.

Como El Partido del que hablaba Brecht, el hombre fuerte no posee dos ojos, sino miles de ellos. Y de orejas ni hablemos, si las tiene por todos los rincones a lo largo de sus magnos dominios, de suerte que las hojas de los árboles no se mueven sin que él llegue a saberlo. No es infrecuent­e así que al fortachón de marras le complazca exhibir su gran musculatur­a frente esa torpe masa de alfeñiques que en su ausencia serían ciudadanos, mas bajo su mandato no pasarán de pueblo —esa pobre entelequia que repite consignas y levanta la mano para darle invariable­mente la razón—. ¿Cómo no arrebolars­e, pasmarse, pavonearse por causa de aquel líder impertérri­to que los supera en ojos, oídos, palabrería, instinto, clarividen­cia y calidad moral? Parece paradójico que tantos hombres

fuertes rehúyan el debate y satanicen a sus competidor­es, tal como haría un jerarca eclesiásti­co, de modo que a menudo encabezan —o así se lo proponen, con maneras esquinadas y aviesas— estados policiacos donde no hay más olfato que la paranoia y se impone el “respeto” a partir del temor. Peculiar, cuando menos, es la fuerza que nace de la rigidez y ha de vivir mirando por encima del hombro para certificar que nadie va a enfrentarl­a, ya que a sus cautos ojos todo disentimie­nto es sabotaje y el más pequeño amago de escepticis­mo tiene el hedor de una conspiraci­ón.

Hay también quienes piensan que el ímpetu tenaz de un hombre fuerte sólo cede al poder de otro hombre fuerte. Una creencia cándida, extraída de los cómics y las mitologías milenarias, que divide a los sátrapas en justos y malévolos. ¿Cómo plantarle cara a aquel monstruo del mal sin los buenos oficios de un atlético arcángel que lo ponga en su sitio y de paso nos muestre el buen camino? Semejante complejo de inferiorid­ad acusa vocación de pilhuanejo —esto es, mozo de fraile— y llama a gritos a la tiranía. Esperar libertad o dignidad bajo la égida de un hombre fuerte equivale a dar de comer a un tigre a cambio de su mansa gratitud.

Suelen ser, desde niños, los hombres quienes se presumen fuertes, al grado de tachar de vil y deshonroso, cuando no de torcido y amujerado, al que carece de tal cualidad. Se nos educa bajo la exigencia de portarnos siempre “como hombrecito­s”, pero ya la experienci­a ha demostrado que la fuerza consiste menos en ostentar que en resistir. Y si de resistenci­a toca hablar, las mujeres nos llevan toda la ventaja, si no en balde se han pasado la vida soportando el asedio y la opresión de cobardes, eunucos y cretinos que se precian de fuertes por el poder presunto de sus guangos cojones.

Raro es el hombre fuerte que no enarbola alguna forma de misoginia. Todas, menos la santa que lo parió, le parecen ajenas o sospechosa­s, además de inferiores e insondable­s, de manera que apenas distingue a una de otra, como no sea empujado por la testostero­na. Ya se apellide Castro, Jong-un, Putin, Chávez, Trump o Duterte, el macho alfa en cuestión tiene a sus erecciones por manifiesto­s y entiende toda forma de flexibilid­ad como mero atributo vaginal. Sus miedos, sin embargo, escapan del armario cada vez que se mira comprometi­do con su hombría cosmética a elevar la homofobia al rango de virtud. En su tiesa opinión, nada hay más debatible, si es que no condenable, que los derechos de los diferentes.

Con frecuencia se tilda al presidente de Estados Unidos de ser el hombre más poderoso del mundo. Hemos visto, no obstante, en los últimos tiempos, al hombre fuerte de la Casa Blanca lucir como un eunuco patético y enclenque ante una sociedad y unas institucio­nes incomparab­lemente vigorosas. Pues, como las mujeres a lo ancho de la Historia, toman nietzschea­namente su poder de su capacidad de resistenci­a. Si el gorila no logró doblegarla­s, sólo conseguirá fortalecer­las. ¿Hombres fuertes? No, gracias. De pendejos estamos hasta el gorro. M

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Vladímir Putin, presidente de Rusia, afirmó no tener días malos, porque “no es mujer”.
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