Milenio

Adictas al Noescafé los extrañan: “Con dos tacitas al día, una coca y dos aspirinas, el quehacer nos hace los mandados. Se extraña a la Güera, que nos fiaba, no como el Oaxaco, ¡codo como él solito!”

Las que se hicieron

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Qué fue de ella? Sin darnos cuenta desapareci­ó. No como estas desaparici­ones que ahora se dan en México: miran cómo la suben a un coche y jamás se vuelve a saber de esa persona. No. Fue que poco a poco los primeros pobladores, por necesidad o ambición, vieron sus terrenos subir de precio y decidieron la venta para reiniciar su vida en otro lugar precario, sin servicios, pero con chance de invertir sus ganancias por la venta en una tiendita, un changarrit­o para asegurarse un futuro.

Así desapareci­ó la Güera. Malhablada. Pecosa. Entrona pa los guamazos. Hecha entre los chamacos que vagaban en el terregal. Con sus trenzas rubias y sus cachetes coloradote­s como manzanas, cuarteados por las asoleadas, el polvo, el agua dura con que nos bañábamos los primeros que poblamos el salitral.

Hermana de Esperanza, doña Pera. Hija de doña Lolita y hermana de Poncho. Doña Lola le metía al café o a los tés de canela con alcohol de caña que, muy de mañanita, vendía Omara la Watusi a la vuelta de la iglesita. Luego se iba con la bola de teporochos y seguían la bebedera (aguardient­e y refresco de frambuesa, de naranja) con Arias, el carnicero al que los chiquillos le gritaban Barriga de Pulques.

Pera se hizo cargo de Lolita, Poncho y la Güera. Caminaba y caminaba hasta la calzada y se iba al Distrito a conseguir ropa pa lavar, planchar. Se le veía bajar del camión al principio de calle 7, que ora es Periférico Oriente esquina con la Zaragoza. Parecía Santa Closa, con el grandísimo atado de ropa a la espalda. Robusta era, cómo no: si aguantaba al Goyo Piegrande, que le encajó más de una docena de hijos. La Güera, desde chica, ayudaba a cuidarlos, pero no era su fuerte: vomitaba al cambiar pañales, le aburría sentarse con un bebé en brazos y esperar a que terminara el biberón, mientras la chamacada se daba vuelo en el llano, adonde llegaba al pardear la tarde y entraba a los juegos de entonces: hoyitos, encantados, cebollitas, cinturón escondido, y a las pláticas y picardías nocturnas alrededor de la fogata.

Pero la infancia es edén de corta edad. La Güera fue de las tempranera­s para que la Luna la cornara. A sus 11 años le sorprendió la primera. No fue espanto, ni sorpresa. Sí desconcier­to. Y Pera le previno:

—Ten cuidado con los escuincles, te hacen alguna maldá y te chingas toda la vida.

Cuando abrieron zanjas para introducir las tuberías del agua potable, se le veía revolcándo­se con los más grandecill­os, corriendo en los socavones, subiendo y bajando terraplene­s. ¡Las trencitas le volaban a la chamaca, bien marimacha que era, muy alegre y con sus vestidos olanudos hasta las rodillas, siempre con costras en los raspones!

Cuando las zanjas para la tubería del drenaje, La Güera —aunque quisiera— ya no jugaba con la palomilla. Iba a la primaria por la tarde, con su mochila a la espalda, uniforme, zapatos y tobillera blancas. Con sus compañeras compraban en la tiendita del Oaxaco el estuche de belleza, que incluía polvo para la cara, lápiz labial y rímel para cejas y pestañas. Se volvían señoritas y cruzaban el llano con los chiquillos detrás: les jalaban las trenzas, robaban besos, se armaban de valor y las invitaban a ser novios. Todas se hacían de pareja, menos la Güera. —Te tienen miedo —le dijo su primo a quien apodaban Sobuca, por sus rasgos afro—. Quién te manda ser güera desabrida. Prefieren a las morenas: morenaza, ¿eres así o te das grasa? Color serio, como yo. —¿Tú no me tienes miedo, manito? ¿Quieres ser mi novio? Ándale, a ver qué se siente. Sobuca titubeó, pero la Güera lo había pepenado por el pescuezo, besaba su cara y reía al verlo manchado con bilé colorado. Se fueron agarrados de la mano, él con su uniforme verde olivo y un suéter con tres franjas, que lo identifica­ban como estudiante de tercer grado de secundaria; ella, orgullosa, pues sus amigas solo tenían novios de la primaria. Además, Sobuca traía dinero que le daban sus padres, empleados en una fábrica de café soluble, y le invitaba refresco y tacos de tortilla enrollada, bañada en salsa verde con cebolla y cilantro picadas, y queso panela rayado. —Adiós, pooobreees —les decía y enseñaba la lengua, burlona—. Se van a enlombriza­r con esas aguas frescas... Si alguna se ofendía y la retaba, la Güera daba su mochila a Sobuca y protagoniz­aba el pleito callejero. ¡Buena que era para las trompadas, esa Güera! Pronto se hizo odiar por sus antiguos compañeros del llano. Sobuca la presentó como su novia y su tía política dijo: “A ver si como eres de noviera eres de chambeador­a; vende estos frascos de Noescafé. Te doy diez por ciento de cada uno que coloques.

Popular en el caserío, donde quiera se metía y fiaba el café. Su carácter desinhibid­o le abría puertas. Compartía sus ganancias con Pera, y comenzó a comprar cosméticos de verdad. Cuando salieron de la primaria, bailaron un vals con sus compañeros de grupo. La Güera logró que la maestra Carmelita permitiera a Sobuca —recién ingresado a la Vocacional del Politécnic­o— ser su pareja. La graduación fue en el Antequera, salón de fiestas. La chamacada bebió cubas y rones a escondidas; al finalizar reunieron suficiente dinero para prolongar el baile una hora más.

—Terminando se van derechito a la casa —dijeron Pera y su tía a la Güera y Sobuca, al despedirse—. No se tarden mucho.

Por el camino las parejitas se detenían para comerse a besos. La Güera y Sobuca se convencier­on para entrar al cuartito que la Señito, curandera del barrio, abandonó al fondo de su terreno.

Las caricias subieron de tono y la Güera olvido las recomendac­iones de Pera. Sobuca la sorprendió con su cara de adolescent­e y su cuerpo de hombre musculoso, moreno, y él recorrió con avidez el de ella, que relumbraba de blanco en la oscuridad del cuartucho. “El Hombre Invisible y la Güera hicieron el amor”, bromeaba ella.

La tía de la Güera escuchó la confesión de su hijo, Sobuca. Contrito, subrayaba que no dejaría de estudiar, que trabajaría para mantener a la Güera, que estaban muy enamorados y por eso se habían comido el pastel...

—Tendremos que hablar con Pera y enterarla. Prieto–prieto pero nada pendejo: te llevas a la güerita de la colonia, para mejorar la raza. Yo convenzo a tu papá que quién, si no ella, iba a querer a un prieto feo como su hijo. Y es buena para el comercio, ha vendido muchos frascos. Si quiere estudiar, le pagamos una carrera técnica para que se ayuden, par de tarugos... Ojalá y los nietos nos salgan güeritos y no café con leche y con el pelo pasudo como el tuyo, m´hijo...

Pero Sobuca murió al año: una granizada lo agarró al bajar del camión y la pulmonía arreó con el muchacho. La tristeza le dio a toda la familia. Orgullosos que eran, un día llegó una mudanza y desapareci­eron. También Pera y su tribu. Hay quienes dicen que fueron a refundar Chalco; otros, que Ayotla. Solo Dios sabe qué fue de ellos. Y de muchos más de los primeros que llegamos y se fueron.

Las que se hicieron adictas al Noescafé los extrañan: “Con dos tacitas al día, una coca y dos aspirinas, el quehacer nos hace los mandados. Se extraña a la Güera, que nos fiaba, no como el Oaxaco, ¡codo como él solito!” M

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* Escritor. Cronista de Neza

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