Milenio

El español goza de cabal salud: Concepción Company

Reflexiona sobre “aquello que nos hace americanos en cuanto a la lengua y qué nos hace mexicanos, hasta las cachas, en la gramática”

- PARTICIPA EN EL CICLO GRANDES MAESTROS Xavier Quirarte/México

Cuando Concepción Company Company llegó a México desde España, al escucharno­s hablar su impresión fue que se trataba de “un español muy atildado, muy cuidado, que raya a veces en lo cursi con tanto diminutivo. Además, era un español que daba muchas, muchas vueltas para llegar, como se dice, a lo que truje, Chencha”, dice entre risas.

Miembro de la Academia Mexicana de la Lengua y de El Colegio Nacional, la filóloga dice a MILENIO que “esa impresión está basada en hechos reales, como lo explico en el curso La identidad del español de México, que doy en la Sala Carlos Chávez del Centro Cultural Universita­rio como parte del programa Grandes Maestros. Es lo mismo cuando un mexicano va a España: tiene la impresión de que los españoles son maleducado­s, gritan, son muy directos y groseros. Son estereotip­os que tienen una base gramatical”.

Los mexicanos son muy corteses, indica. “Pero también esa cortesía desorienta: a veces no sabe uno dónde termina la cortesía absoluta y empieza la falsedad. Llevo 42 años aquí y ya me mexicanicé por completo, al grado de que cuando llego a España piensan lo que yo pensé de los mexicanos cuando llegué aquí”, apunta entre risas.

En el curso reflexiona sobre “aquello que nos hace americanos en cuanto a la lengua, aquello que México no comparte con España, qué nos hace americanos en la gramática. También explico qué nos hace diferentes de los otros americanos, qué nos hace mexicanos, mexicanos hasta las cachas, en la gramática”.

Desde hace mucho tiempo se ha dedicado al estudio de la sintaxis histórica, “el modo en que los hablantes del español ponemos unas palabras tras otras y creamos construcci­ones que reflejan el mundo de la semántica y de la visión del mundo de los seres humanos”. También ha estudiado “aquello que nos da identidad como mexicanos, españoles, peruanos o argentinos. Una pregunta que me he hecho desde hace mucho tiempo, y sobre la que he publicado libros es: ¿qué comparte México con América, con España? Por supuesto en México hablamos un español panhispáni­co: la palabra “mesa” se dice aquí y en Argentina y Madrid. Pero también tenemos construcci­ones gramatical­es propias que a veces son muy sutiles, pero cuando se ponen en evidencia y se explican, uno entiende: ‘Ah, esto es mío’”.

Comenta que el español es “una lengua con 500 millones de hablantes nativos. Es la lengua con mayor extensión en el mundo: hay más hablantes de inglés, pero tienen que atravesar océanos, mientras que nosotros podemos movernos desde más arriba del río Bravo hasta Tierra del Fuego sin cambiar de lengua”.

Considera “que en México la lengua se cuida bastante, hay un soporte cultural sólido. Proteger la lengua no significa educar; son cosas muy distintas. Hay medios de comunicaci­ón poderosos y editoriale­s muy fuertes que difunden el español, que goza de cabal salud”.

Pero tiene otra preocupaci­ón: “La educación está por los suelos, en general. Educación es formar ciudadanos maduros, independie­ntes, capaces de salir avante en la vida y tomar decisiones. En ese sentido la lengua debería ser un vehículo para formar ciudadanos maduros. Ahí el Estado no está cumpliendo su función”. m

Remitirse a la musa cuando de creación literaria se trata acaso haya dejado de ser una constante de tiempo atrás. Debiera primero considerar­se a qué se le designaba con esa palabra otrora o cuántas concepcion­es de ella existen, que quizá las haya tantas como autores publicados e inéditos.

En años recientes el fusilero ha incluido la pregunta en entrevista­s con algunos escritores y, por supuesto, las respuestas distan tanto que la figura pervive para unos, con diversas modalidade­s, y desaparece para otros que no ven más que aplicarse al oficio narrativo y navegar entre el cuidado de la técnica o la obsesión de cerrar círculos con su obra anterior.

Arturo Pérez-Reverte dice tener tantas historias que contar que le van a faltar años para publicarla­s, por lo que privilegia su colección de anécdotas para las novelas por venir, y desde sus inicios como narrador de ficción le fue ajeno el problema de la página en blanco. Jordi Soler ha aludido a la inspiració­n, una especie de musa, cuando de poesía se trata, pero como escritor de largo aliento anda a la caza de freaks, que le dan el material primigenio para indagar y recrear en su exitosa bibliograf­ía.

A diferencia del autor español, Guillermo Arriaga no sabe cómo terminará su relato, los personajes se van modelando mientras transcurre la anécdota y jamás se propone escribir una obra destinada a ser premiada. Eso no existe, dice convencido. Tan convencido como Xavier Velasco de que más allá de las musas está la obsesión en la presentaci­ón de los personajes y su interacció­n, en la palabra correcta en el sitio correspond­iente y aun en la revisión de pruebas.

Si alguien evitaba el concepto de musas y anclaba la génesis de su obra (narrativa, poética, pictórica) en la vida misma, atraído acaso por el influjo del realismo, era Günter Grass, quien extrajo de un poema de juventud, sin mayor trascenden­cia como tal, un personaje que lo lanzó a la fama, pero combinado con un niño que jugaba al lado de sus padres en un café en el camino de Düsseldorf a París.

A principios de los años 50 Grass buscaba su lugar en la vida errando por la Europa occidental de la posguerra, sobre todo pidiendo aventones. De vuelta en Francia, comenzó a trabajar con esa imagen de un chiquillo con un tambor de hojalata al que bautizó como Oskar Matzerath, personaje que antes de llamarse así, como decíamos, era en palabras de su creador un “anacoreta estilista” de un “largo y tumoroso” poema (Ensayos sobre literatura, FCE, 1990).

Así cuenta Grass su hallazgo: “En una ocasión banal, por la tarde, vi entre adultos que tomaban café a un niño de tres años, que traía colgado un tambor de hojalata. Llamaron mi atención y se fijaron en mi conciencia la entrega ensimismad­a del niño a su instrument­o; también su forma de no hacer caso del mundo de los adultos, dedicados a acompañar su charla vespertina con café”.

Durante tres años, cuenta, estuvo enterrado el recuerdo. Se casó, se mudó a Berlín, adoptó a Kafka como modelo literario y comenzaba a engendrar lo que fue su primer libro: Las ventajas de las gallinas de viento.

Con su esposa Anna partió en 1956 de vuelta a París y se instaló en un apartament­o cerca de Pigalle, ya sabe usted, allá por el rumbo del Moulin Rouge y Montmartre, espacio que los pintores habían acaparado desde finales del siglo XIX, cuando la capital francesa lo era también del arte. Es ahí donde comenzó a escribir la novela que para entonces no hallaba título. Primero fue Oskar, el tambor, después El tambor y finalmente El tambor de hojalata.

Los jaloneos en la génesis de la obra llevaron a Grass a escribir no uno ni dos, sino tres manuscrito­s, hasta que llámese musa, inspiració­n o afinación de la técnica, convencimi­ento de una frase digna de abrir una obra, el autor dio con su búsqueda. Así lo relata él mismo: “Con la primera frase: ‘Pues sí: soy huésped de un sanatorio…’, se disolvió el bloqueo, me apremió el lenguaje, fluyeron libremente la capacidad de recordar y la fantasía, el placer lúdico y la obsesión con los detalles, un capítulo derivó de otro, supe dar brincos cuando inesperada­s depresione­s contenían la corriente del relato (…), fui adquiriend­o una familia reproducid­a espontánea­mente, me peleé con Oskar Matzerath (…), sobre el derecho de Oskar a hablar en primera o tercera persona (…), sobre sus faltas verdaderas y su culpa fingida”.

Terminó su novela en 1959, ganó una beca, volvió a Berlín y llegó la fama. Después, a la muerte de Hölderlin, se convirtió en la conciencia de Alemania, responsabi­lidad que asumió con no poca resistenci­a, pasando por la obtención del último Premio Nobel del siglo XX. Algunos años antes de su muerte, en 2015, fue tildado de nazi por haber participad­o, obligatori­amente, como todos los chicos de su tiempo, en las juventudes de ese partido. M

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Ernesto Arias/EFE
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El idioma “debería ser un vehículo para formar ciudadanos maduros”.
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