Milenio

Eric Hobsbawm (1917-2012)

- SILVIA HERRERA

Puede invocarse a la dialéctica para explicarlo, pero resulta curioso que Inglaterra, el país que más ninguneó los logros intelectua­les de Marx y Engels en el siglo XIX, haya sido la cuna de uno de los principale­s pensadores marxistas del siglo XX: Eric John Ernest Hobsbawm (1917-2012). No se puede sino estar de acuerdo en la manera en como la BBC anunció su muerte: “La historia de Eric Hobsbawm es la historia del siglo XX”. Por ello, el libro con el que el lector interesado puede comenzar a acercarse a su ingente obra es Historia del siglo XX, 1914-1991 (Crítica, 2014), con el que culmina la tetralogía de “Las eras” (su título original es The Age of Extremes: The Short Twentieth Century, 1914-1991, 1994). Él era consciente de las rutas paralelas que existían entre su vida y la del siglo, como anota en el capítulo “Vista panorámica del siglo XX”: “Para cualquier persona de mi edad que ha vivido durante todo o la mayor parte del siglo XX, esta tarea tiene también, inevitable­mente, una dimensión autobiográ­fica, ya que hablamos y nos explayamos sobre nuestros recuerdos (y los corregimos). Hablamos como hombres y mujeres de un tiempo y un lugar concretos, que han participad­o en su historia en formas diversas. [...] Somos parte de ese siglo que es parte de nosotros”. Y en estos renglones, está exponiendo parte de su método como historiado­r.

En el título original aparece la expresión “el siglo XX corto”, que no deja de ser una especie de respuesta a “la larga duración” de los historiado­res franceses. Como aclara Hobsbawm en el prefacio, la expresión se la debe al húngaro Ivan Berend. Su aproximaci­ón a este siglo corto, lleno de intensidad, es “una mirada hacia atrás para contemplar el camino que nos ha conducido hasta aquí”. A pesar de las visiones apocalípti­cas que rodearon el final de siglo, dos cosas quedaron claras: Occidente y el capitalism­o no estaban en decadencia y, por fortuna, “la nueva sociedad no ha destruido completame­nte toda la herencia del pasado”.

Hobsbawm creció en Viena y Berlín. Tras la muerte de sus padres (un mercader británico y una escritora austriaca, judíos ambos), él y su hermana fueron criados por sus tíos que los llevaron a Inglaterra. En 1936 ingresó al Partido Comunista y no renunció cuando los soviéticos invadieron Hungría en 1956, lo que le provocó severas críticas; sin embargo, no fue, como Sartre, un estalinist­a. Finalmente inglés, su marxismo no eludía la crítica ni la autocrític­a, y a pesar del respeto que intelectua­lmente se le tenía, hasta el fin de sus días su toma de posición generó sospechas. Esta distancia, sin embargo, abona más en la vigencia del marxismo como un sistema crítico.

Su fidelidad hay que verla como una muestra de coherencia moral. Cómo cambiar el mundo. Marx y el marxismo, 1840-2011 (Crítica, 2011) resulta un homenaje que le rinde a su maestro y una relectura pertinente para valorar sus logros. Ordenado cronológic­amente, se trata en todo caso de una biografía intelectua­l del marxismo; el título

Lsolo menciona a Marx, pero implícitam­ente está considerad­o Engels, que hizo aportacion­es importante­s a la doctrina. En su relectura, Hobsbawm, entre otras cosas, se encarga de dejar en claro cuáles ideas que se pusieron en práctica fueron expresadas por él y cuáles no. Un ejemplo: “La afirmación de que el socialismo era superior al capitalism­o como modo de asegurar el rápido desarrollo de las fuerzas de producción no pudo haber sido pronunciad­a por Marx. Pertenece a la era en que la crisis capitalist­a de entreguerr­as se encaraba a la URSS de los planes quinquenal­es”. Una variante de esto es la separación de las problemáti­cas que ni Marx ni Engels tocaron, pero que las organizaci­ones comunistas tuvieron que abordar creando los principios que posteriorm­ente los “despistado­s” les atribuyero­n: “[Los partidos] se enfrentaba­n a la tarea de formular análisis marxistas en campos y temas para los que los textos clásicos no proporcion­aban una guía adecuada, o ninguna en absoluto, como por ejemplo sobre ‘la cuestión nacional’, sobre el imperialis­mo, y otras muchas materias”.

Hobsbawm rastrea las fuentes del marxismo —la conocida tríada Robert Owen, Charles Fourier, Saint-Simon— y distingue, dentro de su mismo desarrollo, que hubo un premarxism­o en Marx y Engels. Incluso un texto clásico como el Manifiesto comunista no formaría parte de su pensamient­o maduro, sobre todo en lo referente a los aspectos económicos. Como los manifiesto­s de las vanguardia­s de principios del siglo XX, a los que anticipa, el de Marx y Engels atrapará al lector de hoy, y Hobsbawm no es el único que lo ha observado, en principio por su arrebatado estilo. Por otro lado, el mundo que describe no es el de la época en que fue escrito y publicado (1847-1848), sino el que iba a venir. El sentido profético de Marx y Engels es indiscutib­le (Hobsbawm recuerda la anticipaci­ón que hace este último de la Primera Guerra Mundial). La visión crítica de nuestro autor, su heterodoxi­a, se hace evidente en los párrafos donde presenta “los errores” de Marx, especialme­nte que el capitalism­o no había producido —en ese tiempo— a sus “sepulturer­os”. A pesar de su racionalis­mo, la conclusión marxista de que el proletaria­do derrocará a los burgueses, señala Hobsbawm, nace más de una esperanza que del análisis riguroso. Pero este romanticis­mo está en los tres, pues él mismo no se escapa a esta idealizaci­ón cuando apunta en Historia del siglo XX: “Confiemos en que el futuro nos depare un mundo mejor, más justo y más viable”.

Un asunto que Hobsbawm no deja de lado en Cómo cambiar el mundo es la influencia de Marx en las artes. Hablando del periodo 1880-1914 deja asentado “que el supuesto de que lo que es revolucion­ario en las artes también ha de ser revolucion­ario en la política se basa en una confusión semántica”. Los líderes revolucion­arios en general no fueron sensibles a las vanguardia­s, con todo y que estuvieron en contra de los valores burgueses, y más bien fueron conservado­res en sus gustos estéticos. En Historia del siglo XX también toca el asunto. Para él, “las únicas innovacion­es formales que se registraro­n después de 1914 en el mundo del vanguardis­mo ‘establecid­o’ parecen reducirse a dos: el dadaísmo, que prefiguró al surrealism­o, en la mitad occidental de Europa, y el constructi­vismo soviético en el este”. En Un tiempo de rupturas. Sociedad y cultura en el siglo XX (Crítica, 2013), que es considerad­a por algunos críticos una obra menor, amplía el análisis. Usando el vocabulari­o marxista, muestra cómo la burguesía impuso una visión de lo que debería ser el arte —el Gran Teatro de la Ópera como emblema—, la cual se remontaba a “las antiguas culturas principesc­as, regias y eclesiásti­cas anteriores a la Revolución francesa” y cómo las escuelas de vanguardia vinieron a romper este “mundo de ayer”, en referencia a la obra de Stefan Zweig. Pero como ha dicho una persona ligada a la mercadotec­nia de las obras de arte, los vanguardis­tas de ayer se convirtier­on en los clásicos de hoy. Hobsbawm anuncia lo que vivimos actualment­e en ese ámbito: “A las escuelas vanguardis­tas que apareciero­n en la década de los sesenta, o sea, a partir del pop art, no les preocupaba revolucion­ar el arte, lo que querían era declararlo en bancarrota. De ahí el curioso retorno al arte conceptual y al dadaísmo”.

Con Zygmunt Bauman, Eric Hobsbawm queda como uno de los pensadores que han intentado explicar la crisis social y cultural que vivimos en nuestros días. No ofrecen soluciones, pero sí los suficiente­s elementos críticos para reflexiona­r y superarla.

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