Milenio

UNA CENA BIEN SABROSA CON EL GENERAL El popular reguetoner­o Edgardo Franco, El General, reapareció hace unos días en la televisión peruana convertido en predicador de los Testigos de Jehová. Entre el meneo y el perreo, existió un personaje sencillo y amab

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En un especial del programa Reporte Semanal, despojado de sus disfraces militares, el autor e intérprete de “Rica y apretadita” confesó con lágrimas en los ojos que su música y la fama fueron éxitos y trofeos de Satanás. Lo más gracioso es que lo declaró justo cuando la clase media guadalupan­a abraza el reguetón como su nuevo patrimonio cultural vía Daddy Yankee, Maluma y JBalvin. Y como sucede cada vez que leo o escucho algo sobre el Rey del Pum Pum, recordé la cena de año nuevo en 2004 en la que, por azares del ritmo, nos tocó sentarnos juntos.

El General fue un pionero del reggae y el rap en español, aunque al público refinado le caiga gordo por naco, vulgar y sexista. Además es considerad­o, junto con los productore­s neoyolkino­s Michael Ellis, Erick “Moré” Morillo y Pablo “Pabanor” Ortiz, el auténtico padre del reguetón desde que tuvo su primer éxito, “Tu Pum Pum”, en 1988. Después de menear multitudes aquí, allá y acullá con sus éxitos satánicos, El General se retiró del chowbis en 2004 con treinta y dos discos de oro, diecisiete de platino, doce premios Lo Nuestro, seis Billboard, un MTV Latino, un Grammy y un Viña del Mar, sin contar las doce llaves de distintas ciudades.

Hasta parece que soy su fan. Pero yo no sabía nada de esto, de hecho su “música chatarra” representa­ba todo lo que aborrecía, hasta que lo conocí en aquella cena-baile de año nuevo. De visita en la casa de mi hermano en Miami, donde nació mi sobrina, descubrí que ella creció escuchando al pueltoliqu­eño Daddy Yankee, quien hoy está arrollando con “Suavecito”. De niña era su más ferviente fan y “La Gasolina”, además, rimaba con su nombre. Entonces reescribim­os la letra para el karaoke porque a mi sobrina Regina le gustaba la gasolina. No era que mi hermano y mi cuñada la maleducara­n musicalmen­te, al contrario, me consta que desde antes de nacer le ponían Baby Mozart y Bach for Babies. Y mi hermano toca la guitarra, escucha rock, blues y jazz. Lo que sucedía era que el reguetón agarró pista en Miami y de nada servía tratar de prohibirlo o evitar que los niños lo escucharan porque sonaba en el ambiente, impregnaba el aire.

La familia de mi hermano vive en un fraccionam­iento muy bonito con un lago en el centro, habitado por cubanos, mexicanos, salvadoreñ­os, colombiano­s, puertorriq­ueños, panameños y uno que otro gringo desprejuic­iado. El fin de año se juntan en una área verde junto al lago, colocan una mesa muy larga con sillas plegables y los vecinos se sientan como van llegando. Cada familia coloca algún platillo en medio y ese año los cubanos se lucieron con un lechón preparado bajo la tierra como una barbacoa. Llegamos a la cena y quedé sentado entre mi sobrina y un tipo alto, vestido con un traje blanco impecable, zapatos blancos y sombrero Panamá. Un tipo de piel oscura con una cara en la sonrisa de dientes blancos.

Sonriente me extendió su manaza y dijo algo que supuse era su nombre. Y de repente, como en una escena de película, empezaron a desfilar las vecinas para llevarlo a bailar. La sala de la casa más cercana estaba convertida en pista de baile con las puertas corredizas abiertas al lago y un sonidazo de antología. A la primera se puso de pie, era un negro (peldón, afrocaribe­ño) de casi dos metros, flaco como jugador de basquetbol, que se transformó en el núcleo de la pista. Bailaba un rato, se sentaba a tomarse un mojito y llegaba otra vecina para sacarlo. Así, mojito tras mojito, entre salsas, merengues, calypsos y reggaetone­s, pasaron las altas y las chaparras, las sabrosas y las desabridas, las morenas y las rubias, todas bailaron con él. Y a todas las cotorreaba. Tranquilos, los hombres nos dedicamos a beber y a comer mientras ellas bailaban con el gigante.

“¿Quién es este güey que está junto a mí?”, le pregunté a mi hermano. Se me quedó mirando incrédulo: “No mames, es El General”. Abrí mis ojos de vinil, “¿el de te ves bien buena?” Mi hermano asintió: “El de te ves bien buena, muévelo, rica y apretadita”… Vaya, quien hasta entonces era un bluesero y metalero de corazón con un par guitarras, efectos y amplificad­or, también resultó ser un conocedor del reguetón. Sentí que me estaba perdiendo de algo.

En cuanto el Funkete logró sentarse a cenar lo abordé discretame­nte: “Me acabo de enterar que eres El General”. Resultó ser un tipazo, lo que se dice un pan de dios y gran platicador. En esos días todavía se presentaba con éxito en la zona de Miami, donde seguía siendo un hit y cobraba en dólares. Pero se iba a Perú, a estrenar un programa de televisión. Recién había tenido el problema con el gobierno de Panamá, contó con pelos y señas cómo le cancelaron su pasaporte diplomátic­o –junto con otros 120 panameños– que lo acreditaba como Embajador de Cultura para la República de Panamá. Decía que sí, pero no. Que “el reguetón está muriendo”. Que se quería dedicar a la producción musical y que le iba hacer un disco a su novia Anayka (la primera mujer a la que vi perreando en sus videos). Que el ambiente y el negocio se habían maleado. Que ya tú sabes.

Cenó, se acomodó el sombrero y se fue, como un ceniciento antes de que se terminara el encanto. Tenía una presentaci­ón de año nuevo en un club de Miami. “¿Pero qué es lo que tú quiere?”, decía al despedirse, “¿fama y dinero, o una vida serena y chévere?” Quizá ese fue su conflicto, era millonario y famoso, pero el trabajo en los escenarios le impedía disfrutar una cena cálida o una vida familiar. La impresión que daba era la de ser un hombre sencillo (no usaba cadenas de oro, solo un reloj discreto) que contagiaba ritmo y entusiasmo en la gente, con un carisma especial para las mujeres. Al año siguiente volvió a ser noticia, se salió del clóset religioso para declararse Testigo de Jehová. Que su misión era alabar a Dios. Ignoro qué pudo haber sucedido para que tal conversión se llevara a cabo, posiblemen­te era algo que ya se cocinaba en su mente cuando compartimo­s aquel delicioso lechón.

Ahora vuelve a mover los medios con sus confesione­s religiosas, desligándo­se de su trabajo musical y condenándo­lo a las llamas del infierno. Allá van dos décadas de puro reguetón que se lleva el diablo, a la mielda (cual debe ser, dirán muchos). Lo mismo le ha sucedido a tantos artistas y estrellas del espectácul­o como Juan Luis Guerra, Yuri, Fermin IV de Control Cachete y Vico C. En un abrir y cerrar de ojos descubren a Cristo y siguen adelante con sus carreras cantándole al Señor. El General no, él no hará de su religión un show musical porque ya explicó que esas son cosas diabólicas. Ahora se dedica a predicar La Palabra en Panamá y encabeza la Fundación Niños Pobres Sin Frontera. No dudo de sus buenas intencione­s, pero esperemos novedades. Para bien y para mal, Jehová le ha dado el don de la música. Y desperdici­ar un don es un pecado muy grave. Después de ese encuentro cercano con Edgardo Franco le doy seguimient­o al reguetón, es una prueba más de que la música es un ente vivo y promiscuo que se mueve y evoluciona sin importarle nuestros gustos y prejuicios. Recordé aquella anécdota sobre su creador deseando que no haya cambiado tanto y que, pum pum, siga siendo un tipazo. m

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