Sobre la tortura
La revista Scientific
American ha compartido una anécdota recogida por el escritor Daniel P. Mannix a propósito de la cacería de brujas no en la Edad Media, sino cuando ya se enfilaba el primer siglo del Renacimiento. El duque de Brunswick en Alemania invita a dos estudiantes jesuitas a atestiguar el uso de la tortura por la Inquisición para sacar información a mujeres acusadas de esa práctica.
Los arrestos eran exclusivamente de personas señaladas por confesión de otras “brujas”. Como el duque sospechaba que los detenidos dirían lo que fuera con tal de detener o evitar la tortura, echó a andar un experimento y para corroborar su teoría se hizo acompañar de los jóvenes a las mazmorras donde los inquisidores cumplían con su encomienda de tinieblas.
Uno de esos jesuitas era Friedrich Spee, quien publicó en 1631 un libro sobre la psicología de la tortura con el título de Cautio
Criminalis, en el que recuerda que cuando la mujer acusada estuvo frente a los visitantes, fue informada que se trataba de posibles hechiceros. De inmediato, la mujer declaró: “Exacto. Los he visto a menudo en el Sabbat. Se transforman en cabras, lobos y otras bestias. Muchas brujas han tenido hijos de ellos e incluso una dio a luz ocho. Los chicos tienen cabezas de sapo y piernas de araña”.
—Por tanto —preguntó el duque a los estudiantes, que no daban crédito a lo que escuchaban–, ¿debo someterlos a ambos a tortura hasta que confiesen?
Con no poca razón dice Umberto Eco, en desagravio de la Edad Media (que era su especialidad y pasión), que el más feroz manual de inquisición, en verdad una neurótica fenomenología de la brujería, inclemente testimonio de misoginia y de fanática crudeza, era el Malleus maleficarum de Kramer y Sprenger, datado en 1486, solo seis años antes del fin “oficial” de la “edad oscura”, y agrega que la más implacable persecución de brujas, con sus consabidas hogueras, tiene lugar ya bien entrado el Renacimiento.
Es decir, esta época del experimento del duque y los jesuitas. En el primer tomo de La Edad
Media (FCE 2015), obra que coordina, Eco recuerda que hogueras las ha habido en diversas épocas y puntualiza que en los mil 16 años que dura el Medioevo, se quemaba a la gente no solo por razones religiosas (como Fra Dolcino), sino también políticas (Juana de Arco) y criminales (Gilles de Rais, a quien se le atribuía la muerte de 200 niños).
“Será, sin embargo, oportuno recordar que 108 años después del fin oficial de la Edad Media, Giordano Bruno será quemado en Campo di Fiori y que el proceso contra Galileo ocurre en 1633, cuando la Edad Moderna tiene ya 141 años. Galileo no fue quemado, pero en 1613 sí fue quemado en Tolosa, bajo acusaciones de herejía, Julio César Vanini, y en 1630 (…) fue quemado en Milán Giangiacomo Mora, señalado de haber provocado la peste”.
Ya aplicados en fechas, hoy, casi cuatro siglos después, el mundo occidental presume la prohibición de la tortura y de hecho la octava enmienda de la Constitución de Estados Unidos sanciona los castigos crueles. Con los casos que a menudo se divulgan, el lector se preguntará con razón por qué persisten prácticas como el pocito y sus variantes (simulación de ahogamiento para obtener información de un detenido), el ruido, la interrupción del sueño, pero los gringos tienen la respuesta: ah, eso no es tortura, es “enhanced interrogation” (“interrogatorio especializado, intenso, enriquecido”).
Sin embargo, pese a la distancia de siglos, el experimento del duque de Brunswick con la bruja y los jesuitas conserva su validez. Si alguien va a ser sometido a tortura, tratos crueles o algún interrogatorio acompañado de un adjetivo eufemístico, en cualquier punto del globo la víctima siempre va a decir lo que el inquisidor quiera. Naturaleza humana o instinto de sobrevivencia. Una lección de la Edad Media y el Renacimiento.