“Tenemos una labor asistencialista: los convencemos de que vean las instalaciones para que dejen a sus infantes”
Había antecedentes del riesgo que corren los niños mientras sus padres ofrecen mercancía en las calles. Autoridades capitalinas han descubierto esta situación en 280 puntos de la ciudad. La mayoría viene de entidades circunvecinas. Se les ha visto esquivar autos y treparse a camellones de avenidas. Torean el peligro.
En diciembre del año pasado, incluso, un automovilista ebrio atropelló y mató a una infante que hacía piruetas. Este hecho pareció un mensaje de advertencia en una ciudad donde es común observar escenas similares. En algunos casos, los adultos obligan a trabajar a sus hijos, lo que se considera un delito. El tema nunca ha sido fácil.
Las autoridades, rigurosamente vigiladas por organismos no gubernamentales, se han topado con el entorno de los derechos humanos en caso de que pretendan actuar; los padres, mientras tanto, se mueven ojo avizor con sus hijos, que permanecen a la intemperie. El sufrimiento depende de los rigores del tiempo.
El 21 de diciembre del año pasado el jefe de Gobierno de la CdMx, Miguel Ángel Mancera, encabezó una audiencia pública —la primera— con 20 mujeres en situación de calle, quienes, según un comunicado oficial, pidieron un espacio para la atención de sus hijos mientras ellas laboran, así como un hogar temporal” para quienes decidan dejar la calle. El funcionario anunció “compromisos con este sector”.
Cinco meses después, el secretario de Desarrollo Social de la CdMx, José Ramón Amieva, y el grupo parlamentario perredista en la Asamblea Legislativa presentaron el programa Niñas y niños fuera de peligro, “el cual tiene como objetivo que ningún pequeño menor de 12 años se encuentre en riesgo por estar vendiendo o acompañando a sus padres en las distintas vialidades de la ciudad”.
La iniciativa no pretende quitar la patria potestad a los padres; es, añadió Amieva, una acción integral cuya única finalidad es reducir los riesgos a que están expuestos estos niños. Esa cuestión, recordó, “es un antecedente de muchos años, que incluso nosotros lo hemos convertido en invisible al observarlo y solo darles una moneda”.
El funcionario iba armado de un plan piloto que incluía datos precisos: los brigadistas de esa dependencia habían descubierto 280 “puntos susceptibles de esta problemática, y por lo menos 30 niños que de manera intermitente acuden a estos lugares”.
Y presumió: “El modelo de programa es único en el país”. que llevan a conocer el albergue Coruña, donde hay cupo para 50 niños.
—¿Algunos se han negado?
Escucha la pregunta Héctor Maldonado San Germán, director general del Instituto de Asistencia e Integración Social (Iasis), entrevistado en el albergue Coruña, donde los niños juegan con psicólogas y trabajadoras sociales.
—Hay algunos a los que se les invita, pero se niegan —comenta— y al siguiente día ya no están en el mismo punto. Ya llegamos a un acuerdo con el DIF y habrá brigadistas capacitados para que acompañen a los nuestros. —¿Desconfían los padres? —En ocasiones sí, porque saben que están cometiendo un delito; en otras, como ellos no explotan a los niños, sino son los que trabajan, prefieren que se encuentren en un lugar tranquilo mientras realizan su actividad diaria. —¿La mayoría acepta? —Se les convence. No podemos forzarlos a traer a los menores porque ellos tienen la patria potestad y lo que tratamos es que estén confortables y con la certeza de que no se los vamos a quitar, sino que los vamos a cuidar mientras ellos realizan una actividad.
—¿Cuál es el principal problema de salud en los niños?
—Respiratorio, por el humo que respiran de estar en las calles, y de la piel. De inmediato los trasladamos con los médicos y le damos continuidad al tratamiento. —¿Y cuál es el acuerdo con los padres? —Tenemos una labor asistencialista: los convencemos de que vengan a ver las instalaciones para que puedan dejar a sus menores hijos. ¿Qué hacemos? Les damos su alimento: desayuno, comida y cena, obviamente les tenemos un área lúdica, si son muy pequeñitos, para que puedan aprender y avanzar en su educación.
“Creamos un expediente médico, social y educativo de los menores para que podamos tener ese registro; investigamos y nos dan los datos de dónde viven y en qué crucero y avenidas trabajan para poderlos llevar cuando terminan su jornada laboral”. —¿Firman algún documento? —Las madres, al momento de que se trasladan los niños al CAIS, firman la responsiva de que se van a quedar con nosotros en la mañana, en la tarde, y los entregaremos a las siete de la noche.
Maldonado San Germán comenta que empezaron con tres niños en un crucero de Insurgentes y Montevideo. “Tuvimos la suerte de que vinieran a conocer las instalaciones, les gustó la acción institucional y ahora ya están con nosotros”. —¿Y se va a extender? —Siendo una acción institucional, tenemos que transformarlo, ya con reglas de operación, y vamos en ese camino, y sí, permanecerá, porque ha sido un éxito. Va a aumentar, efectivamente, porque el trabajo que realizan nuestros brigadistas sirve mucho de experiencia para convencer a los padres. —¿Qué servicios les dan? —Educación, alimentación, desayuno, comida y cena, servicio médico, además de los trabajadores sociales que los atien- den. Desde que los trasladamos en una unidad capacitada. Magdalena, de 28 años, que vive en Iztapalapa, concibió a Joselyn cuando ella frisaba los 16 de edad; después, a Vanesa, ahora de 8, y Monserrat, de 3. Hay una cuarta, pero prefiere no abundar, pues vive con su ex esposo, quien maneja una combi.
Hace dos meses llegaron brigadistas del CAIS al concurrido crucero donde trabaja —vende dulces, chicles, cacahuates, caramelos— y preguntaron por ella, pero no estaba. Al día siguiente llegó una trabajadora social, le explicó el programa y la invitó a que conociera el lugar. “Y la verdad acepté, porque tengo a mi familia, pero ellos no se echan la responsabilidad para cuidarme a mis hijas”.
Marisela, de baja estatura, zigzaguea entre los autos cuando cambia el semáforo a rojo y entonces ofrece su mercancía en una pequeña caja atiborrada.
Un día dejó la calle y buscó un trabajo formal, pero renunció porque le pagaban cada quincena y muy poco. “Los gastos son diarios con mis hijas”, reflexiona, “y me regresé aquí”. —Siempre traía a sus hijos. —La verdad, sí, me los traía porque no tenía quién me los cuidara —dice, ya en un espacio cubierto de pasto, muy cerca de la avenida. —Pero era un peligro para los niños. —Sí, pero también al dejarlos en mi casa a solas corren peligro.
—¿Y qué pensó cuando vinieron los brigadistas?
—La verdad pensé que me querían quitar a mis hijas. —¿Pero no le informaron bien? —Lo que pasa es que me habían dicho gente que no sabe —sonríe apenada— que porque tengo a las niñas aquí te amenazan queriéndote echar al DIF. Por ese motivo no las quería llevar, porque me daba miedo, pues son mis hijas y que te las arrebaten... pues nomás no; entonces ella —la trabajadora social— me explicó que era un apoyo del gobierno que nos brindaba a los padres de familia que trabajamos en las avenidas; para qué, para que los niños estuvieran mejor y no en peligro. —Y qué le ofrecieron. —Me dijeron que desde la mañana les dan de desayunar, de almorzar... Bueno, las tres comidas. Fui a ver y me las atienden bien. De hecho una de mis hijas estaba así como que tímida y ahí le ayudaron a que hablara con los niños. La niña de 12 va a terminar la primaria ahí. —Y parece que usted también. —Sí, de hecho, qué cree, yo también me apunté porque no tengo primaria, y la maestra me dijo que yo también la puedo terminar. M