La resurrección del PRI
Desde fines de 2014, el PRI se ahogaba en su eterno desprestigio. El vetusto instituto político lo sabía pero supuso, como siempre, que era un simple temporal; nunca apostó que se convertiría en huracán. El Presidente del país, además, sufre como nunca el desdén de la desaprobación popular. La segunda mitad de su administración la ha vivido bajo cuestionamiento, para no decir bajo protesta, de los muchos que se hartaron de ese peculiar “estilo personal” de gobernar: aquí no pasa nada, cuando, por desgracia, pasa todo.
Ayotzinapa, la casa blanca, la invitación a Trump, entre otras cosas, sugieren una severa limitación para gobernar. La administración presidencial se encontró, sin asidero de por medio, a la deriva: envuelto en el vendaval. Un Presidente sin credibilidad, sumido por donde se le vea en las gigantescas olas de la corrupción que su mismo gobierno prohijó. La otrora invencible maquinaria electoral priista se descarriló; las instituciones, además, se debilitaron y la violencia recrudeció. En 2016, el PRI pagó con dolorosas derrotas electorales su descrédito. El PAN, a veces aliado con el PRD, le arrebató bastiones que eran (casi) propiedad privada del régimen ideado por Elías Calles. Tuvo lugar la alternancia en Tamaulipas y en Veracruz, entre otras entidades federativas. Esas derrotas significaban humillación, descrédito. Le arrebataron al PRI una parte de su esencia, de su invencibilidad. Lo desposeyeron del monopolio de poder que creyó disfrutar a perpetuidad.
El desgaste del otoñal partido y la siempre presente crisis gubernamental hicieron más aguerridos los diferentes frentes opositores. El PAN fue el artífice de la tragedia de 2016. Morena, bajo un liderazgo que conmina valores diferentes al sistema, desarrolló una fuerza electoral musculosa en el Estado de México, pese a que perdió la elección.
En los últimos tiempos, el partido en el poder (el PRI, por supuesto) había quedado a la defensiva. La garra que tuvo en su momento autoritario se disolvió; ahora depende de alianzas con los pequeños (Verde, etcétera) para que lo mantengan a flote; para sobrevivir en la indigencia. Después de las elecciones en el Edomex, pese a que el candidato de la tarjeta rosa ganó una elección apoyándose en el derroche de cuantiosos recursos tinaqueros, podía concluirse que el PRI había dejado de ser competitivo para 2018. En otras palabras, el PRI ya no era el partido a vencer. Un buen tercer lugar, si acaso, se merecía.
Sin embargo, el PRI resucitó. No fue un milagro celestial. La explicación se encuentra en una decisión absurda de López Obrador que, en su desmesurada megalomanía, decidió por cuenta propia desechar cualquier alianza con sus pares (paleros) e ir a la batalla en solitario. AMLO, el luchador empedernido contra la mafia del poder le dio nueva vida a esa vieja clase política con un simple desplante; lo oxigenó para aspirar a otros seis años presidenciales al contribuir, todavía más, a la fragmentación del voto. En 2018, el PRI será inevitablemente un partido competitivo. Una decisión desatinada y delirante lo resucitó. M