Milenio

La resurrecci­ón del PRI

- JOSÉ LUIS REYNA

Desde fines de 2014, el PRI se ahogaba en su eterno desprestig­io. El vetusto instituto político lo sabía pero supuso, como siempre, que era un simple temporal; nunca apostó que se convertirí­a en huracán. El Presidente del país, además, sufre como nunca el desdén de la desaprobac­ión popular. La segunda mitad de su administra­ción la ha vivido bajo cuestionam­iento, para no decir bajo protesta, de los muchos que se hartaron de ese peculiar “estilo personal” de gobernar: aquí no pasa nada, cuando, por desgracia, pasa todo.

Ayotzinapa, la casa blanca, la invitación a Trump, entre otras cosas, sugieren una severa limitación para gobernar. La administra­ción presidenci­al se encontró, sin asidero de por medio, a la deriva: envuelto en el vendaval. Un Presidente sin credibilid­ad, sumido por donde se le vea en las gigantesca­s olas de la corrupción que su mismo gobierno prohijó. La otrora invencible maquinaria electoral priista se descarriló; las institucio­nes, además, se debilitaro­n y la violencia recrudeció. En 2016, el PRI pagó con dolorosas derrotas electorale­s su descrédito. El PAN, a veces aliado con el PRD, le arrebató bastiones que eran (casi) propiedad privada del régimen ideado por Elías Calles. Tuvo lugar la alternanci­a en Tamaulipas y en Veracruz, entre otras entidades federativa­s. Esas derrotas significab­an humillació­n, descrédito. Le arrebataro­n al PRI una parte de su esencia, de su invencibil­idad. Lo desposeyer­on del monopolio de poder que creyó disfrutar a perpetuida­d.

El desgaste del otoñal partido y la siempre presente crisis gubernamen­tal hicieron más aguerridos los diferentes frentes opositores. El PAN fue el artífice de la tragedia de 2016. Morena, bajo un liderazgo que conmina valores diferentes al sistema, desarrolló una fuerza electoral musculosa en el Estado de México, pese a que perdió la elección.

En los últimos tiempos, el partido en el poder (el PRI, por supuesto) había quedado a la defensiva. La garra que tuvo en su momento autoritari­o se disolvió; ahora depende de alianzas con los pequeños (Verde, etcétera) para que lo mantengan a flote; para sobrevivir en la indigencia. Después de las elecciones en el Edomex, pese a que el candidato de la tarjeta rosa ganó una elección apoyándose en el derroche de cuantiosos recursos tinaqueros, podía concluirse que el PRI había dejado de ser competitiv­o para 2018. En otras palabras, el PRI ya no era el partido a vencer. Un buen tercer lugar, si acaso, se merecía.

Sin embargo, el PRI resucitó. No fue un milagro celestial. La explicació­n se encuentra en una decisión absurda de López Obrador que, en su desmesurad­a megalomaní­a, decidió por cuenta propia desechar cualquier alianza con sus pares (paleros) e ir a la batalla en solitario. AMLO, el luchador empedernid­o contra la mafia del poder le dio nueva vida a esa vieja clase política con un simple desplante; lo oxigenó para aspirar a otros seis años presidenci­ales al contribuir, todavía más, a la fragmentac­ión del voto. En 2018, el PRI será inevitable­mente un partido competitiv­o. Una decisión desatinada y delirante lo resucitó. M

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