EDUCACIÓN E INTERNET EN EL TESTAMENTO CRÍTICO DE UMBERTO ECO
En su libro póstumo, el ensayista y semiólogo nos alertaba sobre el actual desmoronamiento cultural que no nos conducirá a nada bueno
Umberto Eco (1932-2016), narrador, ensayista y semiólogo italiano, murió el 19 de febrero de 1916. Unos meses más tarde apareció su obra póstuma Pape Satán aleppe: una selección que él mismo preparó de los artículos que publicó en diarios italianos en los últimos tres lustros, específicamente entre 2000 y 2015. En quinientas páginas, Eco llevó a cabo una antología de sus textos y sus ideas, sus filias y sus fobias, en relación con los la sociedad y sus creencias. Es un volumen que trata de política, educación, filosofía, religión, medios de comunicación, propaganda, libros, literatura, racismo, fanatismos y, muy especialmente, frivolidad y banalidad internáuticas, es decir incultura, mala educación o deseducación a través de internet y la televisión.
En español, la incultura justamente le jugó una mala pasada a Eco. Su libro, tan maravillosa y poéticamente intitulado Pape Satán aleppe (que es fragmento del verso más enigmático de Dante en La divina
comedia) pasó a ser en español, prosaicamente, De la estupidez a la locura: Crónicas para el futuro que
nos espera (Lumen, México, 2016). Es obvio el porqué. A muchos lectores y, especialmente, a los lectores más recientes, Pape Satán aleppe no les dice absolutamente nada, porque ni han leído La divina comedia ni tienen interés en Dante. Entonces había que decirles desde la portada del libro de qué va esta obra, si es que acaso los términos “estupidez” y “locura” tienen significados no tan vagos en una sociedad caracterizada por ambas cosas.
Si algo entendió y supo analizar Umberto Eco fue precisamente la crisis social, política, educativa y cultural en la que hoy vivimos inmersos en todo el mundo, donde estupidez y locura se han globalizado, fortalecido y entronizado a tal grado que lo difícil es encontrar asideros resistentes de inteligencia y cordura. Y aunque parezca lamento generacional del viejo que lanza su último suspiro, en medio la cultura en ruinas, el pensador italiano no puede sino concluir que, en muchas cosas, vamos “a paso de cangrejo” y, por ello mismo, alarmantemente, “de la estupidez a la locura”.
Mucho de ello, estima Eco, es consecuencia de la crisis moral y educativa y de la confusión que existe entre los medios y los fines, entre los instrumentos y los objetivos, entre la buena fama y la mala notoriedad que es signo de los tiempos de internet, pues “desde hace un tiempo el concepto de reputación ha sido sustituido por el de notoriedad. Lo que importa es ser ‘reconocido’ por nuestros semejantes, pero no en el sentido del reconocimiento como estima o premio, sino en el sentido más banal de que los otros, al verte por la calle, digan: ‘Mira, es él’”.
No se piense que un juicio así está motivado por la simple antipatía del viejo hacia los jóvenes ni por el lamento previsiblemente ingenuo de que “todo tiempo pasado fue mejor”. Para Umberto Eco, en el pasado ha habido tiempos muy malos, canallas incluso, pero éste, el que ahora vivimos y en el que él vivió en los últimos tres lustros, no es muy bueno ni parece conducirnos a algo mejor. Refiere una anécdota ilustrativa y, desgraciadamente, modélica de nuestro tiempo:
“En Roma, un muchacho de veintitrés años sentado a horcajadas en el antepecho de la ventana de su habitación, en la novena planta de un edificio, amenaza con suicidarse clavándose un cuchillo en el vientre. Ni los padres ni la policía ni los bomberos, que despliegan un enorme colchón inflable al pie del edificio, consiguen hacerle desistir de su propósito. Hasta que el muchacho grita que quiere participar en un reality
show y que lo lleven en una limusina. Los agentes recuerdan que cerca de allí hay una limusina utilizada el día antes para algún tipo de publicidad. Mandan llevarla hasta la casa y el muchacho accede a bajar”.
En realidad, no quería matarse; deseaba llamar la atención, y especialmente anhelaba la notoriedad, la publicidad: el ser visto y conocido; convertirse en noticia; llenar de sentido su “vida líquida” en función de la atención de los demás. Ser, por un momento al menos, el centro del universo, al igual que los actores y las figuras públicas del espectáculo que chorrean importancia. La moraleja que saca Umberto Eco de este episodio ridículo y a la vez dramático es que, hoy, “la única cosa ‘real’ que puede hacer desistir a un aspirante a suicida es la promesa de una realidad virtual”. Toda la gente que no tiene méritos para ser famosa (y conste que abundan los famosos sin ningún mérito), busca un golpe de efecto publicitario, a través de lo que sea (cualquier cosa) sin temor a hacer el ridículo ni avergonzado por perder la dignidad, con tal de “hacerse viral” y estar en boca de todos.
Viralidad insulsa
En México, cuando una joven (o un joven, lo mismo da) considera que un buen reto para alcanzar la notoriedad no es aprendiendo a tocar el violín de modo prodigioso ni destacando en algo de valor social, sino introduciéndose un preservativo por la nariz para luego extraerlo por la boca, haciéndose “viral” en las redes sociales donde cada día, y a cada momento, alguien se plantea un reto más inútil y más estúpido para superar el otro, es imposible contra decir el pesimismo de Eco. Más aún cuando quienes buscan la notoriedad en las redes sociales justifican el abandono de la escuela por ser, según dicen, “un sistema retrógrada” (querrán decir “retrógrado”, puesto que el sustantivo “sistema” es masculino) y para hacer ahora sólo lo que ellos desean y no lo que los demás les dictan: o sea realizaciones tan sustantivas como introducirse un condón por la fosa nasal y extraerlo por la cavidad bucal, entre otras cosas de gran creatividad intelectual y emocional. ¡Aleluya!
No se trata, nada más, de que este sistema “retrógrado”, como quiso decir la internauta del condón, tenga muy poco o nada que ofrecerles a los jóvenes, sino que también los jóvenes y los adolescentes de los “retos virales” tengan tan poco o nada que ofrecerle a una sociedad que desean distinta, y a la que únicamente se les ocurre dar ridículas insustancialidades, ausencia absoluta de imaginación y, lo peor de todo, incapacidad incluso para el humor. Que alguien decepcionado del “sistema” se entregue a las banalidades de la “civilización del espectáculo” (que es realmente el mejor anzuelo de ese “sistema” para pescar decepcionados) es cosa que no puede sino decepcionar.
Y aquí vale traer a cuento la paradójica divisa de André Gide, citada por Gabriel Zaid: “A los jóvenes hay que desanimarlos, hay que desanimarlos siempre, pues nada garantiza que los animosos lleguen a hacer algo, pero los que se dejan desanimar no iban a hacer nada”. En parte ésta es también la divisa de Umberto Eco en este libro donde sacude y tunde con ganas a los protagonista s de esta crisis social y política que se han hecho millonarios con la credulidad y la ignorancia de quienes su ponen que la libertad (¡ la libertad !) es estar conectados y permanentemente “visitados”, “mirados”, “admirados”, “observados”, “viralizados” en su puerilidad patológica.
El problema en esta sociedad líquida (para usar el preciso término del gran pensador Zygmunt Bauman), de esta licuación social, es que incluso muchos movimientos de repulsa, de rechazo a la gerontocracia, “saben lo que no quieren, pero no saben lo que quieren”. Si la cuestión es no seguirle el juego a este sistema que no tiene nada que ofrecer, y por ello se le rechaza, tampoco parece mejor la coronación de la banalidad que, por otra parte, hace más ricos y poderosos a los dueños del circo virtual.
Para Eco, y esto lo escribió en 2002, hoy el bien principal es “la visibilidad”
que todos buscan, obsesionados por la fama y aterrorizados por el anonimato. Para ser “reconocidos” por los demás y salir en la televisión y en internet se hace cualquier cosa, por indigna que ésta sea. Incluso jóvenes “opositores al sistema”, rabiosos impugnadores en apariencia, alcanzan la felicidad si les dan a conducir un programa de televisión sin sustancia ninguna. Su medio era su fin: el protagonismo. Entre éstos y el muchacho de Roma que, aparentemente,amenazaba con suicidarse
no hay mucha diferencia.
Al confundir la buena fama con la simple notoriedad, lo que hoy tenemos es lo que ya pronosticaba Eco: “No habrá diferencia entre la fama del gran inmunólogo y la del jovencito que ha matado a su madre a golpes de hacha, entre el gran amante y el ganador del concursomundial de quien la tiene más corta, entre el que haya fundado un leprosario en África central y el que haya defraudado al fisco con más habilidad. Valdrá todo, con tal de salir en los medios y ser reconocido al día siguiente por el tendero (o por el banquero)”. Sin ser apocalípticos, ese tiempo ya es hoy, es ahora: el hoy y el ahora de las redes sociales, de Facebook y YouTube, y de la televisión que, para sobrevivir, se adapta a los mecanismos y estrategias de internet. Y si hablamos de épocas de crisis social, educativa y cultural, no es que ahora sea peor que antes; lo que ocurre es que no queremos admitir, y algunos ni siquiera lo saben, que la época en que los emperadores nombraban senadores a su caballo está nuevamente aquí: con una crisis recargada donde los dueños del poder y del dinero siguen haciendo lo de siempre, y con mayor oportunidad de daño social porque a muchos de los “desilusionados” del “sistema” lo único que se les ocurre es rechazar ese juego para ir a jugar otro, distractivo, superficial, nihilista, que a los dueños del poder y del dinero les facilita las cosas y las ganancias. No hay que olvidar que un par de años antes de su muerte, Eco se ganó el rencor de las redes sociales con algo que publicó en el periódico y que viene justamente incluido en las páginas de este libro póstumo. Sentenció: “Twitter es como el bar Sport de cualquier pueblo o suburbio. Habla el tonto del pueblo, el pequeño terrateniente que cree que le persigue Hacienda, el médico amargado porque no le han dado la cátedra de anatomía comparada en la gran universidad, el que está de paso y se ha tomado ya muchas copitas de grapa, el camionero que habla de prostitutas fabulosas en la vía de circunvalación, y (a veces) el que expone opiniones sensatas. Sin embargo, todo se acaba aquí, las charlas de bar nunca han cambiado la política internacional... De modo que el cielo de internet lo surcan opiniones irrelevantes, porque, además, si bien se pueden expresar ideas geniales en menos de ciento cuarenta caracteres (como ‘Ama a tu prójimo como a ti mismo’), para escribir La riqueza de las naciones de Adam Smith se necesitan más, y tal vez más aún para aclarar qué significa E = mc2”.
Esto enfadó a muchísimas personas, que probablemente jamás han leído un libro de Eco, y que no lo leerán. En realidad, las opiniones que expresó en ese artículo fueron retomadas por una agencia informativa que distribuyó un despacho sensacionalista en diarios impresos y en internet, haciendo eco de Eco. Y por ese despacho noticioso se enteraron los internautas que enfurecieron. Admitamos que la verdad no siempre es delicada o, mejor dicho, muchas veces la verdad no halaga los oídos ni, por supuesto, los egos ni el amor propio. Una idea de Eco, desfigurada en la nota periodística, tuvo particular repercusión. Es importante transcribir el párrafo íntegro, y no la idea desfigurada, para que, releído en su sustancia, vuelva a ponerse el tema en la discusión, y ahora sin alaridos ni manotazos en la mesa (o en el teclado). Escribió Eco, exactamente:
La sociedad confesional
“Hace poco apareció en La República un artículo de Zygmunt Bauman en el que destacaba que las redes sociales (en especial Facebook), que representan un instrumento de vigilancia del pensamiento y de las emociones ajenas, son utilizadas por distintos poderes con una función de control, gracias a la colaboración entusiasta de quien forma parte de ellas. Bauman habla de una ‘sociedad confesional que promueve la exposición pública de uno mismo al rango de prueba eminente y más accesible, además de verosímilmente más eficaz, de existencia social’. En otras palabras, por primera vez en la historia de la humanidad, los espiados colaboran con los espías para facilitarles el trabajo, y esta entrega les proporciona un motivo de satisfacción porque alguien les ve mientras existen, y no importa si existen como crimi-
nales o como imbéciles. [...] A los espiados les encanta que al menos los amigos, los vecinos y quizá los enemigos conozcan sus secretos más íntimos, ya que es el único modo de sentirse vivos y parte activa del cuerpo social”.
Sintomáticamente, quienes llenaron de injurias a Eco no dijeron nada contra Zygmunt Bauman. En particular porque en la nota periodística que destacaba las opiniones de Eco no se hacía mención de que él, a su vez, citaba las ilustres ideas de Bauman, pero también porque la mayoría de los “ofendidos” no tenía ni la más remota idea de quién era Bauman ni había leído no ya digamos un libro sino siquiera una sola página de él. En cambio, Umberto Eco era un figura pública, una persona muy conocida, incluso para quienes, sin leer sus libros o sus artículos, habían visto la película
El nombre de la rosa basada en su novela homónima o simplemente tenían referencias de ella. Esto demuestra que, en la civilización del espectáculo, para ser alguien, para existir o para sentir que se tiene existencia, todo se remite a internet. Y esto justamente es lo que señalaron, en su momento, Bauman y Eco. (Zygmunt Bauman, por cierto, murió el 9 de enero de 2017, casi un año después de la muerte de Eco.)
Tanto para Bauman como para Eco, la gran crisis social y cultural de nuestra época mucho tiene que ver con la deformación de las mentalidades, en un mundo que ha privilegiado la banalidad y que se ha alejado de las humanidades y del humanismo, de la responsabilidad social y de la ética, y en un mundo donde la deseducación, o la falta de una educación sólida, privilegia lo accesorio, lo trivial: todo lo que se disuelve en una especie de liquidez y “en un proceso continuo de precarización”. Y a esto le llamados modernidad o posmodernidad. Son líquidas las amistades, líquidos los amores, líquida la existencia de quienes no aspiran a otra cosa más elevada que a la notoriedad y al consumismo: a comprar, a vender y a ser vistos, y más aún: a ser vistos para venderse. Para Eco, Bauman fue una voz
clamando en el desierto al mostrar que “las únicas soluciones para el individuo sin puntos de referencia son aparecer sea como sea, aparecer como valor, y el consumismo. Pero se trata de un consumismo que no tiende a la posesión de objetos de deseo con los que contentarse, sino que inmediatamente los vuelve obsoletos, y el individuo pasa de un consumo a otro en una especie de bulimia sin objetivo”.
Todo esto tiene que ver con educación o, mejor dicho, con des educación.Con la educación clásica que se ha perdido y con la deseducación que hoy nos absorbe en el momento mismo en que la mayor parte de la sociedad global, es decir la mayoría de los individuos, cree que todo está rebasado y obsoleto y que no hay nada que importe más que lo de hoy, lo de este momento, lo de este instante, lo de este preciso segundo, sin importar lo que sea pero de lo que hay que estar imbuido, actualizado, en perpetua persecución de algo que no se detiene y no admite un mínimo de dilación. ¿Y cuál es la prisa? Hay que estar actualizados en la nada porque de otro modo, si nos detenemos un solo instante, acabaremos por pensar en nuestra soledad y en nuestra propia nada. Explica Eco: “Puedes tener millares de contactos en Facebook pero al final, si no estás completamente drogado, te das cuenta de que no mantienes un auténtico contacto con seres de carne y hueso”.
En cuanto a la “educación clásica”, que es por excelencia la educación, Umberto Eco tiene algo que decir que no resulta dulce a los oídos de los deseducados: “Tener una educación clásica significa también saber hacer cuentas con la historia y con la memoria. La tecnología sabe vivir sólo en el presente y olvida cada vez más la dimensión histórica. Lo que nos cuenta Tucídides sobre los atenienses y los melios aún sirve para entender muchas de las vicisitudes de la política contemporánea. Si Bush hubiera leído a buenos historiadores (y los había en las universidades estadounidenses) habría entendido por qué, en el siglo XIX, ingleses y rusos no consiguieron controlar y dominar Afganistán”.
Eco insiste en recordarnos que no todo lo resuelve la informática o que, más bien, es muy poco lo que podemos hacer con sólo la informática. Sin humanismo y sin humanidades, sin la ciencia anclada al ser humano, toda la sociedad se desmorona, todo se vuelve líquido de inmediato. Eco nos llama a no olvidar que “los grandes científicos como Einstein tenían una sólida cultura filosófica a sus espaldas, y Marx empezó por una tesis sobre Demócrito”. Fue Marx, precisamente, ese buen discípulo de Demócrito, quien entendió que, con el tiempo, “todo lo sólido se desvanece en el aire”. No llegó a imaginar que, 170 años después, lo etéreo, es decir lo banal, se haría sólido.
“Lo que hoy tenemos es lo que ya pronosticaba Eco: No habrá diferencia entre la fama del gran inmunólogo y la del jovencito que ha matado a su madre a golpes de hacha”