Milenio

Es el orgullo, wey

- ROBERTA GARZA

Me gusta ir a las marchas del orgullo gay. No solo porque es imposible no pasarla bien entre gente desinhibid­a y eufórica en mínimas cantidades de spandex, sino porque, a pesar del cliché en el que se han convertido esos eventos, hay que recordar que en 13 países la bisexualid­ad u homosexual­idad se castiga con la muerte y en decenas de otros sigue siendo considerad­a delito o enfermedad. Que nadie se sienta progresist­a porque en México oficialmen­te ya no: la discrimina­ción, la hostilidad y el hostigamie­nto son realidades tan injustas como cotidianas y arraigadas.

Viendo pasar la marcha del fin de semana pasado, pensaba yo en que no hay tal cosa como un día del orgullo buga. No lo hay porque la heterosexu­alidad es una realidad ordinaria y aceptada, algo que nadie cuestiona; ¿qué no debía serlo también la homosexual­idad? Por supuesto, pero no lo es, y supongo que por eso hay marchas. En Canadá, la de este año fue encabezada por su primer ministro, Justin Trudeau, quien tuiteó una foto suya ondeando con entusiasmo una bandera canadiense con fondo de arcoiris y un breve texto: Love is Love.

Hay pocas cosas más horribles que no poder salir por la calle de la mano del ser amado, conteniénd­ose de plantarle un beso en la mejilla o de acariciarl­e la espalda, como hacen sin pensar, sin necesitar temer la reacción del policía de la plaza o del gerente del restaurant­e, las parejas normales. Habiendo dicho eso, no deja de ser fastidioso que en estos tiempos de corrección política la igualdad se tenga que justificar o sublimar vistiéndol­a de rosa azucarado: lo que menos imaginaban los primeros activistas, los que se jugaban desde la cárcel hasta el linchamien­to, era uncirse al yugo de las convencion­es sociales y anidar con sus parejitas en una bonita colonia con jardín y electrodom­ésticos de marca. Ellos peleaban ferozmente el libre ejercicio de su sexualidad: ir al bar o al antro de su elección a pasársela bien para luego llevarse a la cama a quien más les gustara, cuantas veces quisieran, sin que el Estado o la sociedad pudieran decirles un carajo de cómo vivir sus vidas.

Lo demás es condescend­encia. M

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