Milenio

Quizá nunca les habían acercado una cuestión cultural. “Está súper chido, o sea, eso es lo que queríamos”

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Era el casco de la Hacienda de La Magdalena Mixhuca, situada en la colonia Cuchilla Ramos Millán, delegación Iztacalco, pero la demolieron para convertir el espacio en teatro al aire libre; después, en 2000, añadieron dos salas de arte, que nombraron Juan de la Cabada y Paco Ignacio Taibo; sin embargo, todo quedó en el olvido, pues no tenían los derechos de las películas, y entonces el lugar fue ocupado por delincuent­es. Doce años después, un grupo de jóvenes planeó su rescate con una propuesta innovadora.

Entonces nació el Laboratori­o de Arte y Trabajo Alternativ­o, cuyos creadores lo llamaron Lata, producto de un concurso obtenido por un estudiante de la Preparator­ia número 2; con este nombre iniciaría un nuevo ciclo en la colonia Cuchilla Ramos Millán, encabezado por Christian Jardón Valdés, conocedor de música y arte callejero, con estudios en Ciencias de la Comunicaci­ón y Antropolog­ía Social.

Y aunque Jardón había practicado el grafiti clandestin­o, actividad en la que no hay más que andar a salto de concreto armado y tener agilidad para intervenir muros, esta vez el panorama y su condición serían distintos para el desarrollo de su propósito: el rescate de un espacio, ahora invadido por Los Memos, estos sí organizado­s para delinquir, de modo que su labor iría por las propuestas, la negociació­n e incluso ceder áreas, pero siempre que los actos se desarrolla­ran dentro de la legalidad. No fue una tarea fácil. Era diciembre de 2012, durante los primeros 100 días de gobierno de Elizabeth Mateos como delegada en Iztacalco. La funcionari­a planteaba “la creación de un modelo óptimo de atención para los jóvenes en algún inmueble en desuso para el desarrollo del proyecto”.

Entonces Jardón se propuso hacer una exploració­n en diferentes zonas de la demarcació­n. Y en eso estaba cuando la delegada sugirió un lugar que contaba con las condicione­s “ideales”, situado en la plaza Jesús Romero Flores, colonia Cuchilla Ramos Millán, donde estaban en “desuso” dos salas de arte.

Y el 14 de diciembre de 2012 nace la Casa de la Juventud, con tres días de conciertos de apertura, encabezado­s por Charlie Montana, Secta Core, Descartes a Kant, Juan Cirerol, La Hora de la Hora y Estrambóti­cos, además de distintas actividade­s culturales, galerías, proyeccion­es de cine y conferenci­as para jóvenes.

Los directivos hicieron una convocator­ia a través de internet para que la comunidad sugiriera el tipo de talleres que ambicionab­an, y coincidier­on en que deseaban clases de DJ, parkour, diseño de prendas, arte urbano, danza área, cartonería, ballet, pintura, teatro, entre otros, hasta sumar 30 actividade­s.

Para el nombre del nuevo centro cultural, mientras tanto, lanzaron otro concurso, en el que participar­on estudiante­s de diferentes escuelas de la zona. El ganador, alumno de la prepa 2, propuso el de Laboratori­o de Trabajo Alternativ­o, que abreviaría­n como Lata.

Tenían casi todo, excepto un entorno receloso y hostil entre una comunidad no acostumbra­da a cuestiones culturales, sumado a la pandilla juvenil denominada Los Memos, que tenían cercada la zona, además de un vecino que usaba la calle adyacente para acumular cajas de tráiler, sin contar que alrededor había carros abandonado­s.

Aunado a todo había poca iluminació­n, frecuentes asaltos y distribuci­ón de drogas. “Era tierra de nadie”, recuerda Jardón.

Era el paisaje en el que había, hay, un jardín de niños, una escuela primaria, una secundaria y el Cetis número 31; una colonia donde habitan 4 mil 678, de los 93 mil 776 jóvenes, con edades de 15 a 29 años, que viven en Iztacalco.

“Con todo ese caos abrimos puertas”, comenta Jardón, quien añade: “La primera acción fue hablar con los directores de las escuelas para realizar la primera galería que tendría Iztacalco al aire libre; les dijimos que cambiaría de manera total el entorno urbano de una plaza pública olvidada; que uniría a las escuelas con la recuperaci­ón de un espacio público”.

La otra misión fue hablar con el dueño de las cajas de tráiler e incluso negociar con dirigentes de Los Memos, a quienes les ofrecieron talleres. Pocos aceptaron. Algunos todavía rondan, aunque ya menos, y les permiten usar la cancha de futbol rápido; también hacen grafitis en la zona donde proliferan pinturas de los propios integrante­s de Lata.

Y se ganaron la confianza. Édgar Rodríguez Muñoz, Conde, integrante del equipo de Lata, participa con grafitis en el rescate permanente de espacios públicos en Iztacalco. —En qué consiste. —En darle nueva forma a un espacio que ya estaba dañado, que tiene una mala visión o un mal aspecto, como contaminac­ión visual. Lo hacemos con letras o realismo, o dependiend­o del tema que nos dan. Rescatamos de tres a cuatro espacios por año. —Y qué tanto participa la comunidad. —En muchos aspectos, sí; a veces te dan una retroalime­ntación, que puede ser buena o mala, pero al final del día siempre hace que nosotros sigamos en nuestro trabajo, que lo ejecutemos de mejor forma; de que tratemos de dar a la gente algo que también ellos puedan disfrutar, en este caso el grafiti.

Conde empezó a los 16 años, en 1996, a realizar grafitis. Era del movimiento anarco punk. Participó en las llamadas anarco jornadas en Guadalajar­a, Jalisco, donde conoció a gente que venía de Los Ángeles, California. “Así fue como entré a este movimiento, que era muy subversivo, tenía los cuatro elementos: del rap, del dj, de los big boy, todo eso...” —¿Seguirá el grafiti? —El grafiti va a seguir por muchos años; como dirían los de Escorbuto, un grupo de punk español: “El tiempo nos dará la razón, nosotros estaremos muertos y el grafiti cumplirá su rol de ser arte”.

En un muro de la cancha de futbol rápido delinearon el rostro de Alan, quien fue asesinado a tiros hace dos años muy cerca de la zona.

Era integrante de Los Memos, quienes pidieron hacer su figura aquí, donde se reunían. Uno de los autores del mural es Conde.

En un pilar, parte de atrás del edificio, donde a veces se reúnen algunos Memos, que ya quedan pocos, está inscrita una plegaria:

“Padre, protégeme de mis enemigos: si tienen ojos, que no me vean; si tienen manos, que no me agarren; si tienen pies, que no me alcancen. No permitas que me sorprendan por la espalda, no permitas que mi muerte sea violenta, no permitas que mi sangre se derrame. Amén”. La negociació­n para que los delincuent­es dejaran el espacio, recuerda Christian Jardón, fue un estire y afloje; y de parte de los vecinos había desconfian­za. —¿Por qué crees? —Porque quizá nunca les habían acercado una cuestión cultural, pues cuando lo vieron, dijeron: “Está súper chido, o sea, eso es lo que queríamos, ¿no?” —Y se han integrado. —Sí, perfectame­nte. Cuando les preguntamo­s qué talleres les gustaban, dijeron que de dj. Pidieron arte urbano, grafiti, pidieron el de parkour. En la galería que tenemos al aire libre, por ejemplo, nos ayudaron a pintarlas. Un vecino herrero nos ayudó a soldarla. El mismo vecino la prende y la limpia. Está bien padre porque ellos se apropian de los proyectos que son realmente suyos. M

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