LA COSIFICACIÓN DE UNO MISMO
Uno de los vislumbres importantes de Georges Bataille en esa obra maestra que es La parte maldita consistió en afirmar que cuando el trabajo se convirtió en un fin en sí mismo, en lugar de ser un medio para procurar la supervivencia, el ser humano renunció al cultivo de su intimidad para volcarse por completo a la lógica de lo real y lo útil. A partir del ejemplo de cómo el esclavo es convertido en una cosa por el amo, extiende dicho razonamiento para mostrar cómo ese “orden de las cosas” se apodera gradualmente de la existencia, a un precio espiritual inmenso, pues: “El mundo íntimo se opone al real como la desmesura a la moderación, la locura a la razón, la embriaguez a la lucidez”. En ese sentido, en la propia operación de cosificar al mundo y a los demás, afirma Bataille, uno mismo termina por volverse también una cosa, pues por definición es imposible sustraerse al código a partir del cual decidimos clasificar el mundo, dado que evidentemente uno también forma parte de él.
Ahora que gracias a la conectividad ilimitada, así como a la creciente precarización del mercado laboral, la frontera entre vida y trabajo se ha vuelto cada vez más porosa, es como si cada cual se cosificara otro poco cada día, e incluso es bastante frecuente escuchar a personas hablar de la necesidad de “venderse bien” para avanzar profesionalmente, con lo cual prácticamente se elimina la metáfora y nos convertimos literalmente en objetos a los cuales habrá que extraerles el mayor provecho en tanto sea posible. Es una idea bastante similar a la que ha expresado el filósofo contemporáneo Byung ChulHan cuando habla de la “explotación de sí mismo” en la que transcurren nuestras vidas, pues al internalizar las exigencias del mercado y su competencia feroz, es como si alojáramos en nuestro interior a un capataz que nos exige entregar nada menos que la vida misma al servicio del éxito y el ascenso. La “intimidad perdida” de Bataille suena ya como un concepto arcaico, incluso cursi, que en la actualidad ya solamente tendría sentido como parte de un discurso new age de superación personal, también subsumido en última instancia a los beneficios concretos que pudiera aportarnos.
No sorprende entonces que vivamos en una época de desencanto político generalizado, pues en el fondo la política consiste en encontrar formas para regular la convivencia humana, idealmente de maneras que procuraran algo parecido al bienestar colectivo, cuestión que necesariamente implica principios vinculados con la empatía o la solidaridad; tampoco sorprende el auge de los nacionalismos, la xenofobia y la intolerancia, ni los frecuentes arrebatos de violencia aleatoria, sin ningún sentido más que la destrucción misma, ni la epidemia del consumo de opiáceos que íntimo real ha alcanzado niveles alarmantes, por no hablar de los millones de personas que no podrían funcionar sin tomar algún tipo de ansiolítico o antidepresivo. Quizá todos estos fenómenos no sean más que consecuencias lógicas del triunfo aplastante del sujeto neoliberal utilitario, esclavo de sus propias ambiciones, para quien el resto de las personas no son sino obstáculos que impiden que la rueda de hámster en la que transcurre la vida pudiera girar otro poco más vertiginosamente. m