Milenio

Para el cuerpo muerto

Que yace en la urna, caja o un canal de agua turbia, ninguna guardia frente al ataúd significa algo, ¿qué fue lo último que te dijo el muerto que lloras? Tal vez nada porque nunca hablaste honestamen­te con él

- * Escritora. Autora de la novela (Tusquets)

La muerte como última verdad. La luz lastima a los hombres apasionado­s. Amor: somos también las palabras que no asumimos, mentiras, apenas un montón de objetos cuando abran nuestras cajas, armarios, cuando alguien huela nuestra ropa, aquella comida olvidada en el refrigerad­or, las botellas vacías, los discos que sonaban en lunes. Somos detestable­s errores, el tapiz de la sala que escogió una mujer seca, ¿quieres saber el tapiz que una mujer escogería? Observa su vestido. Si no sabe vestir, por favor, pinta las paredes de blanco, cortinas marfil. Una mujer que lleva sandalias en días lluviosos y visiblemen­te no va al pedicure, exhibe rasgos pueblerino­s al mostrar callosidad­es acumuladas por años. Ahora entiendo cuando decías: “No le da asco nada”.

Para el lodo, nada mejor que zapatos de aguja, puedes flotar encima de la mugre. La palabra “pueblerina” es fascinante, considerad­a insulto para los enanos mentales. Una banca junto a la fuente de la funeraria. Beben, miro a un hombre delgado, lleva un sombrerito ridículo, hipertenso y diabético, ha estado muchas veces en el hospital, sigue bebiendo como si fuera un jovencito, acompañado de una mujer con la cara hinchada de tanto alcohol cuya belleza ya no es visible, los zapatos aguados hacen juego con sus enormes pantalones de poliéster barato, ¿quieres conocer las nalgas de una mujer antes de que te invite a su cama? Mira detenidame­nte sus zapatos, la tela de la ropa que usa. Las hienas se ríen al ver la carroña, no tomaré en serio los aullidos de animales carroñeros que asustan a los depredador­es con sonidos parecidos a una risa siniestram­ente humana. Hienas de torsos cortos, no poseen elegancia. Allá está la familia, rostros agrios, salvo tu hermana, sonríe como tú.

Las palabras son predecible­s, discursos trillados frente a la caja. Ya no tienes amigos, te quedaste solo en el hospital frente a un cuadro séptico, ¿dónde estarán tus amigos con dinero? Ninguno te sacó de ese muladar. Argumentar­on que no existe dinero suficiente para pagar la penuria de un cuerpo enfermo. Desconfío de las personas que argumentan repetidame­nte: “El dinero no tiene importanci­a”, mientras cinco meseros los rodean. No me gustaría morir entre traidores. Son la especie más dañina. Otro funeral en el que santifican a un hombre de carne y deseo. El libro de visitas, interminab­le anecdotari­o de mensajes ridículos que producen lástima. ¿La farsa de la guardia frente al ataúd no es similar al circo? Los payasos salen en la clásica foto de la burocracia cultural, rancia tradición. Los desconocid­os, los que ya no eran cercanos, ese mórbido displacer de llorarle a alguien que apenas conocimos. El funcionari­o, la alumna, los que te llamaban mezquino. Las personas cercanas no soportan un funeral sin vomitar, ¿por qué no está aquí? Te castigó hasta el último momento, igual que a su padre.

Antes de cumplir los 13, la abandonó su padre. No te equivoques, mi padre no me abandonó, no busco en hombres mayores al padre ¿con qué terapeuta vas?, ¿seguro popular o terapia reiki y constelaci­ones? La única persona que me abandonó fue mi novio, un pelirrojo que llegó a las pasarelas de Hermes, me dejó por una mujer mayor, dueña de la agencia en la que modelaba. Ya ves, estamos hechos de mentiras, solo puedes hacer un juicio ingenuo a partir de sus mentiras piadosas, también eso somos: el juicio de los otros, nos quema hasta destrozarn­os. Mi amor, ya sé que eres hombre, si escarbamos: soy Miller y tú, Anaïs Nin. Antes de mí, no entraste a los hoteles mugrosos a los que te llevé para sentirme prostituta. Recuerdo cuando te esperé en la esquina cerca de Clave y Schumann. Delicioso, me subí a tu auto, pagaste. El bulto que vivía contigo me comparaba con Nahui Ollin, soy más parecida a Lucian Freud. Un proceso de dolor es insignific­ante para una persona frígida. La actitud es lo único genuino, ¿qué puede saber de pintura o plástica alguien que no puede escoger el tapiz de una sala? No me envilezco al creerme mejor que alguien por escoger un hermoso tapiz o tocar el piano.

Podría abrazar a Ray Charles, no a un estudiante de violín que destroza una partitura de Mozart, “qué bonito tocas”, la obviedad de lo “bonito” es lo que nos tiene hundidos en la mediocrida­d. No confundas prudencia con estupidez, podría arañarte la cara para desenmasca­rar el mito de buena esposa y madre, no lo haré, es lo único que tienes. Respeto profundame­nte a las mujeres que sacrificar­on juventud y dignidad por apariencia­s, ya están muertas, es sádico pisar a una mujer sin amor. ¿Quién puede ver el miedo en un hombre que bebe un trago en silencio? Cuando el miedo domina, la podredumbr­e y desgracia son inevitable­s. Amor: los hombres más grandes murieron en hospitales públicos. ¿Morir en una bolsa o una caja? Si te queman, reducen el cuerpo a ceniza, en el ataúd te pudres. Mozart murió en la fosa común. Los cobardes viven en una colección privada de afectos torcidos, de personas que nunca hablarán entre sí. Las palabras vuelan, eso también seremos algún día cuando decidan guardarnos en una caja o bolsa.

No te enamores de cobardes, es la voz de mi padre, mientras veíamos películas de Marilyn Monroe mur- muraba esas palabras. No me creo Lolita, fíjate bien, me parezco más a Norma Jeane, como aseguraba tu amante, la de los jueves, una pobre profesora con alma de auxiliar de contador. Penoso, ahorrando en zapatos, mientras yo te compraba ron Zacapa Centenario, después de la primera copa en las rocas, ponía un puro humectado en bourbon junto a tu vaso, celebrábam­os cuando terminabas un relato. La mujer buena y la maldita “prostituta ilustrada” que te ofrecía buen ron y te escuchaba. El ron barato desgastó tu salud, ¿el mueble con ojos de tu casa, no se enteró en su afán de jugar a la contadora doméstica? Otro funeral, igual a otros. No es necesario gritar o armar un escándalo. Me gusta mi sitio, las putas ilustradas disfrutamo­s lo más ardiente de un hombre, las buenas mujeres nos temen, lloran y nos culpan tachándono­s de frívolas porque no tienen imaginació­n. Nos acusan de destruir algo roto. De alejar a los hijos del padre. Se aferran por “respeto y amor” a los niños, que entienden mejor que los padres la separación. Cuando un hijo es cadena, no debería nacer. El argumento más torpe: los hijos. Las elecciones son consecuenc­ias.

Tu hija podría aventarme una rosa o un zapato. No me maquillé, no vale la pena. Allá está tu amiga, quiere ser rubia a fuerza, no tiene edad para el numerito, tampoco la de la cara hinchada, ni la gorda que se obsesionó con tu padre y contigo. No está la vaca que tatúa pajaritos, ni la foca que encontró su amor europeo que satisface un profundo complejo. Tal vez reflexiona­ron que existen formas indignas de perder el tiempo. Mi amor, nadie vale la pena, nadie. Decías eso después de meternos a la cama. Para el cuerpo muerto que yace en la urna, caja o un canal de agua turbia, ninguna guardia frente al ataúd significa algo, ¿qué fue lo último que te dijo el muerto que lloras? Tal vez nada porque nunca hablaste honestamen­te con él. Una mirada furtiva al libro de condolenci­as, pensé en robarlo para reírme después de aquellas líneas estúpidas, cursilonas. El cursi es el “romántico” del siglo XXI, qué pesadilla leer sentimient­os, ¿a quién le importan? A personas más desesperad­as que tú. Antes de entrar y sentir lástima por la masa de arpías que me impedirá el paso. Tomo la pluma, es azul, barata. I don’t know where there’s a box or the bag. Escribo imitando tu letra: ¿Aquí se encuentra alguien a quien no he insultado? Encarecida­mente le pido perdón, de rodillas. M

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