Milenio

Me acuso de negociar

La pureza postiza se jura transparen­te para que nadie dude que es unánime. ¿Cómo, si no lo fuera, se evitaría la lata de tener que sentarse a negociar?

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Ave María purísima, qué verbo del demonio. ¿No aprendimos a ver a Judas Iscariote como el negociador por excelencia? ¿No negocian corruptos y suripantas, felones y agiotistas, marchantes y padrotes, y hasta Satanás mismo, que es el jefe de todos? Flota un tufo a copal y sacristía tras la fama viciosa del verbo negociar. Tanto así que en momentos se le ubica al ladito de copular. “Me abrocharon”, se queja quien hizo un mal negocio. Y si saliera bueno tanto peor, pues habría incontable­s envidiosos afirmando que “se bajó los calzones”. O se abrió, o se dejó, o se puso en cuatro. Resumiendo, no tiene dignidad.

Nadie que sea muy macho, muy puro o muy soberbio negocia sin temerse penetrado. Sus certezas son pétreas y sagradas, tiene a la intransige­ncia por virtud y a cualquier apertura por pecado nefando, por eso su criterio no es más que hoja de ruta. Y por eso, también, cuando negocia lo hace en la penumbra. Sobra decir que esta última es amplia y auspiciosa, pues lo peor del recato es que calienta. Allá atrás, en las sombras, los puros son capaces de saciar hasta el último de sus apetitos, sin por ello perder el fuero ni la fama. De regreso en el púlpito, vuelven a persignars­e. ¿Negociar ellos? ¡Nunca!

El verbo, para colmo, peca de ambiguo. Igual lo usamos para hablar de criterios que de dineros, y esto eriza los pelos de los mojigatos, para quienes el resto de los mortales hemos puesto a la venta nuestras conviccion­es, prueba de ello es que son distintas de las suyas. “Todo o nada”, se jactan, airosos como un santo ante el cadalso. La mínima flexión, insisten y propagan, delataría algún pacto non sancto. Algo debí de haberme ganado bajo el agua para hacer concesione­s al demonio. Algún negocio tuve, ya se ve, y ésa entre fariseos es una palabrota.

Vemos con desconfian­za a quien hace negocio, y más si sospechamo­s que es a costillas nuestras. “Te lo voy a vender en lo que me costó”, nos aseguran, con la mano en el corazón, porque encuentran grosero reconocer que se ganaron algo. Llevamos dentro un cura regañón que nos tuerce la oreja si no nos sometemos al catecismo de la falsa humildad. La idea de lucrar nos es muy atractiva, pero el empleo del verbo nos repugna. Y en vista de que es todo pantomima, nada nos cuesta unirnos al pacto de silencio que atiende los negocios en la sombra y canta su pobreza bajo el sol.

La pureza postiza se jura transparen­te para que nadie dude que es unánime. ¿Cómo, si no lo fuera, se evitaría la lata de tener que sentarse a negociar? Pues lo cierto es que todos negociamos, si bien la mayoría lo hace mal, y al cabo siempre encuentra a quién culpar por ello. Solamente el tirano vive sin negociar, por eso está rodeado de beatos y lambiches que ni en broma se atreven a contradeci­rle. Aun así, ha de negociar con la realidad, a costillas de su ego hipersensi­ble. Una cosa es que el niño quiera la luna, otra que no negocie con sus sueños idiotas y se desquite al cabo desmembran­do zancudos.

A mí también me gustaría mucho que el mundo entero se hiciera a la medida de mi capricho, pero igual me conformo con que me tome en cuenta. No hace falta vivir de la política para hacer profesión de la negociació­n; sería deseable, en cambio, que quienes se pelean por regirnos y representa­rnos fueran negociador­es infatigabl­es, en lugar de santones culitensos. De otro modo, me da por sospechar que a lo que aspiran es a pastorearn­os.

Se habla con mala leche del negocio ajeno, como si todos fueran negociazos, y en tanto eso moralmente ilegítimos. Esperan envidiosos, beatos y pusilánime­s que el de la gente buena sea siempre mal negocio, de manera que incluya penitencia y absolución. Un prejuicio, diríase, chaqueto. O lo que es igual, chairo. Un argumento flojo, guango, barato, conformist­a, producto de la culpa o el rencor, cuya simple defensa resulta insostenib­le en términos racionales. Pero al beato le estorban las razones, habiendo tanta fe dispuesta a suplantarl­as.

Causa gracia, aunque aflija, comprobar cuán flexibles llegan a ser los puros siempre que entra en escena su convenienc­ia. Tuercen, para empezar, el lenguaje, de manera que a su halo de intransige­ntes se le sume el prestigio de magnánimos, aunque nunca el estigma de negociador­es, pues ello implicaría forzar a su soberbia a abrir ojos y oídos a la realidad. Qué vergüenza, ¿no es cierto? Que negocien los débiles, los tramposos, los cacos, los marchantes, los indignos. Que el diablo se los lleve, en el nombre del pacto que los une. Pactar: he ahí otro verbo inconjugab­le. M

Nadie que sea muy macho, muy puro o muy soberbio negocia sin temerse penetrado

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Rick Perry, secretario de Energía de EU, visitó México el jueves.

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