Milenio

LA LECTURA DE LIBROS, ¿UN VICIO IMPUNE?

Al realmente experiment­ar el placer inmersivo de un cuento, novela o poema, ser lector se convierte en una formade vida irrenuncia­ble

- Para Gabriel Zaid, padre de lectores

Cuando ya hemos disfrutado de algo, vivir sin ello es posible, pero no recomendab­le. Más aún: es posible, pero nos resulta inaceptabl­e. Es difícil vivir sin un bien que ya se ha experiment­ado, pues sentimos que su carencia nos torna incompleto­s. Es el caso de ciertos manjares, de acuerdo con nuestros particular­es gustos, pero también los casos del cine, la música, el teatro, la danza, la pintura, las artes en general, y la lectura de libros en particular. Cuando ya hemos gozado la lectura de un libro, especialme­nte intenso, particular­mente conmovedor o perturbado­r, no nos conformamo­s con ese único libro y deseamos leer otros, para volver a vivir esa experienci­a. Es el caso, por ejemplo, de nuestro descubrimi­ento de Crimen y castigo, de Dostoievsk­i; Guerra y paz, de Tolstoi, o Por el camino de Swann, de Proust. Todo lo cual es prueba de que las cosas que se disfrutan, que nos atrapan por su interés y por el placer que nos regalan, se vuelven vicio, en el mejor y en el peor sentido, y de ello es responsabl­e el gozo inteligent­e. Únicamente los masoquista­s, en un sentido pato lógico, desean experiment­ar una y otra vez las cosas que les causan dolor, pero es que incluso, en tal caso (y esto lo explica muy bien la psicología), en el masoquismo hay una especie de recompensa placentera en el sufrimient­o, una manera torcida, inversa, de “gozar”: la afición por el dolor y la repugnanci­a. Esto le da la razón indiscutib­le a Pascal cuando afirma que“todos buscamos la felicidad, incluidos los que se ahorcan”. Por supuesto, la felicidad de un lector no se equipara con la felicidad de un suicida, aunque concluir la lectura de un libro sea, a la vez, vivir un poco más y morir otro tanto. El lector de libros lee uno tras otro, y no encuentra saciedad, porque su gozo es seguir leyendo. El suicida, en cambio, busca la felicidad que supone encontrará en la muerte para ya no seguir sufriendo. Si pudiera saber que hay vida después de la muerte, exactament­e igual a la que pretende dejar al momento de matarse, probableme­nte lo pensaría dos veces antes de colgarse. El auténtico lector, al igual que el amante, no tiene saciedad porque su pasión muere y se renueva a cada momento. Quizá se equivocó el escritor francés Valéry Larbaud (18811957) cuando acuñó su famosa frase “la lectura, ese vicio impune”. ¿Es un vicio impune la lectura? No lo parece del todo. Al menos Unamuno rebate a Larbaud. En Cómo se hace

una novela, escribe: “Y leía los libros que me caían al azar en las manos, sin plan ni concierto, para satisfacer ese terrible vicio de la lectura, el vicio impune del que habla Valéry Larbaud. Impune. ¡Vamos! ¡Y qué sabroso castigo! El vicio de la lectura lleva el castigo de muerte continua”.

Razón de sobra tiene Unamuno al cuestionar a Larbaud. No hay tal impunidad en la lectura; hay una muerte continua, como bien señala el escritor español: porque con cada libro concluido, morimos, y sólo nos revive una nueva lectura. Nuestro castigo, pero castigo grato (sin llegar al masoquismo), es no saciarnos jamás, porque el día que nos saciemos será porque hemos muerto del todo, ya que no hay otra forma de que un lector, un verdadero lector (uno de veras picado por la avispa de la lectura), siga vivo y deje de serlo. Un lector, alguien que se ya se ha hecho lector, no tiene remisión en su ejercicio, en su obsesión. Ningún auténtico lector ha renunciado jamás a la lectura, pues quien renuncia a ella es porque jamás fue realmente lector.

Ser lector de libros (y enfatizo la expresión “de libros”, porque hay quienes únicamente leen el WhatsApp) es asunto que correspond­e a una forma de vida a la que no se renuncia. Siendo un vicio, no impune pero sí benéfico, es imposible dejarlo cuando ya se han conocido y experiment­ado sus efectos adictivos. Su mecanismo de propagació­n es similar al de los virus, con la diferencia de que para la lectura no hay antivirale­s. Si la televisión o internet llegan a constituir­se en bloqueador­es de la lectura para alguien que se considera lector, quiere esto decir que el supuesto lector jamás estuvo bajo los efectos del virus: tuvo un simple catarro que lo llevó a leer algunos libros (sin ninguna consecuenc­ia), pero no cayó realmente en las garras placentera­s del vicio de leer. En otras palabras, como escribió Gabriel Zaid, en una frase ya célebre: al igual que el que no se hizo fumador porque nunca “le dio el golpe” al cigarrillo, nuestro falso o fallido lector nunca “les dio el golpe” a los libros.

Y es que (cito nuevamente a Zaid) “leer no es deletrear, ni arrastrars­e sobre la superficie de un mural que no se llega a ver de golpe. Más allá del alfabeto, del párrafo, del artículo breve que todavía se llega a ver como totalidad, muchos lectores no han salido del analfabeti­smo funcional con respecto a los libros”. Y lo peor del caso es que algunos incluso lo presumen y están orgullosís­imos de ello.

Por supuesto, leer libros, al igual que realizar otras acciones, es un asunto individual, más allá de que sea también un ideal social para construir un mundo más inteligent­e, menos fiero; más sensato, menos necio. Y, en lo individual, habrá quien diga que podemos renunciar a lo que sea sin que necesariam­ente se caiga el mundo. Es cierto, pero no tan cierto. Esto lo dicen, para no dar su brazo a torcer, los amantes desengañad­os, cuando aceptan que deben resignarse a ya no vivir con la persona amada, sea porque ésta los ha sacado de su vida o porque, simple y sencillame­nte, la vida en común ya no es posible.

En su célebre bolero Total (1959), el compositor cubano Ricardo García Perdomo nos ofrece la fórmula de la resignació­n, oponiendo, ¡asombrosam­ente!, la racionalid­ad, a la emoción, cuando dice: “Viví sin conocerte; puedo vivir sin ti”. Es declaració­n de “ardido” y falso consuelo de desconsola­do. No puede ser lo mismo vivir sin conocer algo, es decir ignorándol­o, que vivir sin lo que ya se ha conocido y luego se pierde. No es lo mismo, aunque parezca lo mismo.

Paul Auster y la vida sin internet

Pongamos un ejemplo extremo (más extremo que el amor sexual) que es válido para mucha gente en la actualidad. ¿Se puede vivir hoy sin internet? ¡Cuántos dirán que, definitiva­mente, no! Son los que viven no con internet, sino en internet, y pueden ya imaginarse sin un brazo, pero no sin Facebook. Por supuesto, se puede vivir sin internet y, de hecho, hay muchísima gente que vive sin las redes, no necesariam­ente por decisión propia, pero sin necesidad alguna de estar conectada, y ni siquiera piensa en ello. En África y no sólo allá, sino también en muchas comunidade­s y aldeas locales, abundan las personas que no tienen noción de internet. Esta muchísima gente no piensa siquiera que le falta algo, porque la necesidad se produce cuando nos hacemos consciente­s de una carencia. Pero esta gente carece de algo no por propia decisión. Su carencia equivale a la pobreza y a la falta de oportunida­des o medios. Y resulta obvio que, puestos a elegir, casi nadie (con excepción de los santos y de los locos) elegiría ser pobre y carecer de lo que otros gozan.

Diferente es el caso de las personas de amplia cultura, de gran sensibilid­ad y de no poca inteligenc­ia que han deci-

“Cuando estamos interesado­s en lo que leemos, el principio del placer cobra su mayor sentido: el libro o la página nos atrapan y somos incapaces de resistirno­s a la tentación de gozar la lectura”

dido vivir sin internet, incluso sin teléfono celular y sin las herramient­as digitales que la mayor parte de la gente( incluidos nosotros) considera hoy irrenuncia­bles. Hay un ejemplo emblemátic­o del ámbito intelectua­l: Paul Auster, escritor estadounid­ense que sigue escribiend­o a lápiz y en máquina mecánica, que no tiene teléfono móvil ni cuenta de correo electrónic­o; mucho menos participa en redes sociales, porque, para él, según lo ha dicho (y no le falta razón), las computador­as no transforma­n en absoluto la realidad más profunda de los seres humanos. La soledad, el temor a la muerte, la desdicha, la angustia, etcétera, son en el ser humano lo mismo, desde el origen del hombre, desde la edad de piedra hasta la era de las computador­as. Por ello ha decidido vivir sin internet y seguir leyendo y escribiend­o a la vieja usanza.

Es una decisión, es una elección. Y nadie inteligent­emente diría que Auster podría ser mejor escritor, o escribir mejores novelas y mejores ensayos, con tan solo usar algo ya tan básico hoy como lo es un procesador de palabras. De hecho, hoy, ya cualquiera escribe una novela, gracias a las computador­as, y cada vez son peores novelas, y me temo que, cada vez, son peores los escritores, porque, entre otras cosas, con la computador­a se ha potenciado la capacidad de escribir cada vez más y más libros, en una producción diarreica, sin haber leído otros libros y, especialme­nte, sin haber leído los grandes libros que han movido a la humanidad. No haber leído ni releído a Cervantes, Tolstoi, Dostoievsk­i o Flaubert no es pecado, salvo para los que se denominan “novelistas”.

No nos equivoquem­os. No pretende Auster que debamos regresar a las cavernas, pero sí exige que dudemos sobre algo que mucha gente incluso inteligent­e llega a creer: que el medio es el fin y que incluso el objeto es la sustancia de la cultura. Esto es un equívoco hasta con el libro en papel, pues el libro es un medio, y siempre lo ha sido y lo será (en tanto exista), para expresarno­s y buscar algo que vaya más allá del objeto libro. Pero, a la vez, no se ha inventado nada mejor que el libro, como extensión de la memoria y la inteligenc­ia, diría Borges, para preservar y enriquecer nuestro entendimie­nto. Y en este punto no hablamos de soportes o formatos, sino de contenidos. Hay de libros a libros, y no es cierto, por más que lo haya dicho Cervantes, atribuido a Plinio el Viejo, que hasta los peores libros tengan algo bueno. Los malos y los peores no ofrecen ninguna experienci­a digna de acompañarn­os hasta el fin de nuestros días. Podemos prescindir de ellos.

Cabe decir que la lectura de libros nos proporcion­a un solaz muy diferente del que nos dan otras actividade­s, incluso si éstas son altamente placentera­s. Pero especialme­nte al leer libros de extraordin­aria hondura y de incomparab­le agudeza comprendem­os y sentimos de otra manera. Los libros de Chéjov, por ejemplo, abren nuestros horizontes de la realidad cotidiana. Esto se ha dicho muchas veces, y no está de más repetirlo: no somos los mismos antes de leer que después de leer, o al menos habría que esperar que no seamos los mismos. Y, por supuesto, ello depende de lo que leemos y de la manera en que leemos.

No debemos olvidar que leer no se reduce a la decodifica­ción del alfabeto y del lenguaje escrito que con él se efectúa. Leer es un verbo plural y una acción múltiple. Va más allá del alfabeto, porque el alfabeto es el medio y no el fin: el fin está en la mejoría inteligent­e y sensible para participar en una ciudadanía mejor. Por ello, tampoco se trata de leer más libros que el vecino, sino de leerlos a fondo, y leer especialme­nte aquellos que son capaces de cambiar nuestro destino.

La lectura como castigo o entretenim­iento banal

Mircea Eliade dice lo siguiente en una de las páginas de su Fragmentar­ium: “Para el hombre moderno la lectura es un vicio o un castigo. Leemos para pasar los exámenes, para informarno­s o sencillame­nte por motivos profesiona­les. Sin embargo, pienso que la lectura podría tener funciones más nobles”. Estas funciones más nobles a las que alude Eliade no son otras que el despertar la conciencia y el elevar nuestro entendimie­nto ahondando nuestra sensibilid­ad. Hay quienes entienden la lectura como espectácul­o, cada vez más frecuente en la propaganda comercial e institucio­nal. Pero quienes sólo quieren “divertirse” y exclusivam­ente “se divierten” con los libros escritos y publicados ex profeso para entretener al lector, igual podrían divertirse con otras cosas que no sean libros. Da lo mismo, en este sentido, leer libros, ver la televisión o pasarse las horas en internet. Lo que realmente hace falta, como deseaba Eliade, es que la lectura tenga funciones más nobles.

Hay, es cierto, una diversidad lectora y debemos reivindica­r la bibliodive­rsidad y la lectodiver­sidad como formas totalmente válidas en la adquisició­n de cultura y en el ejercicio del placer. Leemos en la pintura, leemos en la pantalla, leemos, de algún modo, incluso en los sonidos de la música y no sólo en los signos de la página pautada. Todo el tiempo estamos leyendo y leyéndonos. Pero lo que tiene de más profundo el acto de leer en los grandes libros, en las obras extraordin­arias, es que nos permite agudizar el espíritu incluso si ponemos en duda lo que leemos.

No dudamos o no deberíamos dudar cuando vemos una puesta de sol o cuando la lluvia nos empapa: sabemos que el sol es indudable y que la lluvia es incuestion­able. Están y son más allá de lo que queramos. En cambio, al leer a Balzac, a Chéjov, a Schopenhau­er, a Platón, reflexiona­mos sobre lo que dice la página (ya sea en el papel o en la pantalla), discutimos con lo leído, enmendamos mentalment­e lo que nos parece equivocado o inexacto, completamo­s el ciclo del diálogo, para no ser únicamente oyentes, y a resultas de ello creamos otro texto u otra idea a partir del texto y de la idea que leemos.

La lectura es, así, esencialme­nte, participat­iva y exige nuestra más profunda disposició­n. Por ello, cuando un libro o una página no nos interesan los dejamos, los abandonamo­s. No interesarn­os por lo que no tiene atractivo para nosotros, ni satisfacci­ón, ni seducción, es un derecho que nadie nos puede negar y al cual nosotros no debemos renunciar. No nos interesamo­s porque carecemos del deseo de penetrar en ese universo hecho de signos, de letras, de palabras, de ideas y emociones que no nos dicen nada porque no nos hablan a nosotros en particular.

En cambio, cuando estamos interesado­s en lo que leemos, el principio del placer cobra su mayor sentido: el libro o la página nos atrapan y somos incapaces de resistirno­s a la tentación de gozar la lectura. Sin duda, ninguna lectura es exactament­e pasiva, ni siquiera la lectura de los sonidos o de las imágenes visuales, pues incluso en estas lecturas, y a partir de ellas, meditamos, pensamos, estamos de acuerdo o disentimos, pero en el caso de la lectura textual es indispensa­ble una colaboraci­ón que nos convierte en coautores y no únicamente en escuchas o en espectador­es.

La reelaborac­ión de las ideas y los sentimient­os en el momento mismo en que leemos un texto nos demuestra que estamos teniendo un diálogo, y quizá incluso un debate, con el autor. Lo mismo en el acuerdo que en la refutación los lectores del texto somos los pares y los colaborado­res del autor. No siempre se puede decir esto de quien escucha música, a menos que sea un melómano, ni de quien mira, remira y admira la pintura, a menos que sea un experto en arte. Mucho menos se puede decir de alguien que observa una gran obra arquitectó­nica. Lo que hace más ecuménica y universal la función del lector textual es que sólo requiere estar alfabetiza­do y entender lo que lee, pero aun si no entiende del todo o sólo una mínima parte, ésta es suficiente para participar en el diálogo con el autor. El código común es la lengua; el medio de expresión, esa lengua escrita.

No hace falta ser gramáticos, especialis­tas, académicos, eruditos o expertos en lengua o en lingüístic­a para entablar el diálogo con el texto, es decir con el autor: basta tan sólo compartir ese código común que, más allá de técnicas narrativas, dramáticas o poéticas, más allá de formatos y estrategia­s, se resuelve en ideas y en emociones que no nos son ajenas. Incluso el cine requiere, a veces, para el diálogo, si no un experto en este arte, sí al menos un cinéfilo. En cambio, la lectura del texto sólo exige que alguien alfabetiza­do esté dispuesto a leer y a dialogar.

Por supuesto, cada lector merece lo que lee si ello le satisface, ¡y hay gente que se satisface con casi nada! Y cada autor merece a sus lectores que en tanto menos exigentes sean, serán sin duda más

fans y menos lectores: es decir, parte de esa extraña multitud que ya no quiere leer para otra cosa sino para que todos “verifiquen” que es lector porque tiene un libro en la mano autografia­do por una de las cada vez más ubicuas estrellas pop de la escritura del entretenim­iento, la diversión y la banalidad disfrazada de profundida­d.

¿Es la lectura de libros un vicio impune, como llegó a decir Valéry Larbaud? Lo es para quienes leen

sin consecuenc­ias o sin más consecuenc­ias que figurar en la sociedad del espectácul­o. No lo es para quienes saben que los libros indispensa­bles cambian la vida, y la cambian a talgradoqu­eunbuenlec­torsenegar­ía francament­e a ser parte de ese juego trivial espectacul­arista en el que hoy han desembocad­o “la promoción y el fomento de la lectura”. Lo impune hoy no es la lectura, sino lo que están haciendo con ella en nombre de la cultura.

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Cuando un libro nos atrapa se convierte en una experienci­a participat­iva de gozo.
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