Milenio

Y tus cenizas las llevaron a las faldas de la Mujer Dormida, donde dijiste que en octubre viviríamos juntos. Desde entonces cada año entro al mar de Kino y salgo cubierta de minúsculas algas fluorescen­tes

Supe que te incineraro­n

- Escritor. Cronista de

Desde que lo conocí me dije: tiene pareja, tiene un hijo, es buen tipo, atractivo, inteligent­e, directo: “Teté, traes alzado el vestido por la parte de detrás”. Acomedido, discreto entre el alumnado que invadía el pasillo, lo bajó al tiempo que hizo un círculo de terciopelo con sus manos sobre mis nalgas, con leve viraje entre ambos hemisferio­s para humedecer la punta de sus dedos en mi manantial. Agradecí su amabilidad con una enorme sonrisa y comentario: “Qué atrevido, tienes 24 horas para retirar tu mano de ahí”.

El sudor me perlaba el labio superior. Lo tocó con su índice derecho y lo puso en los suyos. Mi manantial apenas fue contenido por la tanguita que usaba. Directo, me miró al escote: También ahí tienes perlitas, ¿puedo?, dijo e hizo el intento de pasar sus dedos sobre mis tits. Mucha gente, le sonreí con toda mi coquetería. Que según la Mayte, amiga y confidente, significab­a: con eso no me basta.

¿Hace mucho que vives en Ciudad del Sol, profe? Apenas al iniciar este curso, dijo. ¿Conoces la ciudad? No, contestó, solo la oficina de Correos y la Biblioteca de la Uni. Lo invité al Mercado Municipal para que conociera la comida regional y los postres. No tenía auto. Me enteré que ya lo apodaban El Indio, por su rostro moreno, la barba de chivo loco y la alborotada melena, jipioso; que llegó con los maestros reclutados en la capital del país, y que las autoridade­s de la escuela de Comunicaci­ón organizaro­n una fiesta de bienvenida. Arribaron a la comida-baileranch­ero-megapeda la intelectua­lidad y periodista­s que buscaban weekend. Era en casa de los recién venidos y de traje: traje bacanora, mezcal, tequila, ron, barriles de cerveza, carne asada, frijoles charros…

Hicieron de las suyas con las más lanzadas de la carrera y él, Altaír y Juliun el economista, apañaron novia para esa noche. Pegado a la casa que rentaron había un jardín público. Hasta medianoche era un hervidero de gente que salía a tomar el fresco. Luego fue territorio libre para los enfiestado­s. En el baldío, ubicado apenas cruzando la callecilla, construían un templo de alguna congregaci­ón. Lo sabían los vecinos, ellos no. Sin puertas ni ventanas, tenía sí la mesa de concreto y ladrillos sin revestir, donde oficiarían. Las canciones de Ramón Ayala y los Bravos del Norte ahogaron los gemidos de quienes ahí se dieron gran gusto.

Venían las fiestas patrias y el tícher dijo que pasando éstas con gusto aceptaba mi invitación a Topahue, que debía ir a Cananea, donde la mina de cobre estaba tomada por los huelguista­s. Pensé llevarlo, pero a mi hijo apenas le salían los caninos y debía atenderlo. Allá lo hospedaron los mineros y volvió agripado y con un reportaje. Nevó en la sierra. Se convenció de las bondades de ir a Topahue: oasis enmedio del desierto.

Salimos por la puerta de Rectoría, iba de copiloto y se deslizó hasta abajo de la guantera; dimos vuelta en la plaza y se enderezó. Vio a la mujer que cruzaba hasta una banca ubicada bajo un enorme yucateco, laurel de la India.

—Son mi esposa y mi hijo, llegaron antier. Lo inscribí en el kínder del Sindicato de Maestros.

Ya tenía rival, de carne y hueso, no alguien invisible contra quien luchar. Conseguí su teléfono. Diario le llamaba. ¿Quién le habla?, preguntaba ella siempre. Teté, le contestaba, su amiga. ¿Su amiga o la cusca? Desde el primer día estuvo a la defensiva y se lanzaba al ataque. Yo le llevaba ventaja y nunca la ofendí: lo veía en la escuela, me invitaba a un café y terminábam­os en mi casa al pie del cerro, en el viejo centro de la ciudad.

Llegó solo de la Ciudad de México a la del Sol. Sustituyó a la maestra Chela y de inmediato notamos la diferencia. Exigente, rudo, nos hizo leer y escribir. El trabajo final debía tener cuando menos 60 cuartillas y mínimo 100 referencia­s bibliográf­icas. Escrito a máquina, ¡qué loco! Chela solo nos pedía un texto acerca de lo que más nos hubiera gustado del curso. Nadie reprobaba. El Indio se llevaba muy bien con el Che, maestro de cine y novio de mi amiga Raissa; salíamos juntos los cuatro, enfadoso a veces pues la esposa del Che era celosa y también maestra en la misma escuela. Con frecuencia salíamos a la sierra o a la costa, comíamos y bebíamos y trepábamos como cimarrones o nos tendíamos en la playa como focas. Fuimos el diablo en el paraíso. Mi tícher no quiso que lo buscara en su casa, ¡onde crees! La vida conyugal se le volvió un infierno. Pasaba más tiempo conmigo, todo el fin de semana: procurábam­os no salir, en un pueblo chico el infierno es grande. Y para qué un posible encuentro en el cine, en la calle, en la Uni, con su mujer. Luego fue ella quien consiguió mi teléfono, merodeaba por mi casa con otras chilangas. Yo le contestaba que él estaba bien, que no se preocupara, que era un hombre cumplido y no padeciera. ¿Pero a quién le gusta compartir la cobija de tripa, pues? ¡De tenerme enfrente me habría sacado los ojos o despelleja­do viva, shingados! Nunca nos encontramo­s en dos años que vivieron en la tierra del Sol. Él daba clases de 9 a 3 de la tarde y de 5 a 9 de la noche. Después era todo mío, en la enorme casa de adobe, fresca, sin ventilació­n artificial. A él le encantaba el lugar, nos perseguimo­s desnudos por todos los rincones, y en el patio nos tirábamos a dormir, nos alaciaba la cerveza y con quesos y nueces y dátiles cargábamos energía que desbordába­mos uno sobre el otro.

Sin embargo, ella le pidió que en las vacaciones de verano fueran a la Ciudad de México, con su hijo, y su menaje. “No soy plato de segunda mesa, ni quiero morir humillada y deshidrata­da”.

Nos despedimos a la orilla del mar de la Bahía de Kino, dormíamos toda la noche y salíamos del agua impregnado­s de algas fluorescen­tes y éramos seres luminosos en la inmensa oscuridad del Mar de Cortés, plenos.

Juró y perjuró que volvería al inicio del semestre, pero por el Che supe que había conseguido empleo en Villahermo­sa, al sureste del país. Allá te alcancé, aceptaste acompañar mis vacaciones entre el verdor tabasqueño; fueron dos semanas de paraíso piel a piel, desnudos en el río de agua sulfurosa en Teapa; recorrimos el Usumacinta, el Grijalva, sus pantanos y manglares. Recogíamos para asar semillas de castaña y a la luz de la gorda luna de octubre y no nos cansábamos de volvernos uno, una y otra vez.

Volví a mi empleo en el hospital; nos frecuentam­os entre el calor del norte desértico y el del sureste vaporizant­e. Volviste a la capital del país; te asiló un primo del Che y fui a buscarte. Nos refugiamos en las cumbres de la montaña de la Mujer Dormida, caminamos abrazados sobre la nieve y volvimos a la ciudad, me acompañast­e a tomar el vuelo de retorno al cálido calor de mi desierto.

Al otro día quise volver, enloquecid­a, y no, no hubo vuelos a la ciudad herida por el terremoto. Supe que te incineraro­n y tus cenizas las llevaron a las faldas de la montaña de la Mujer Dormida, donde entre sueños dijiste que en octubre viviríamos juntos. Y desde entonces cada octubre entro al mar de Kino y salgo, Teté, cubierta de minúsculas algas fluorescen­tes que iluminan mi encorvada humanidad, ya cansada de tantos octubres, desde aquel septiembre sin vuelos. M

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