Milenio

ATENTADO CONTRA EL OÍDO

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Mi hermano Nacho tenía una afición que en ocasiones nos paraba los pelos de punta. A mi hermano Vicente y a mí nos llevaba a las calles de El Salvador, entre Bolívar y San Juan de Letrán, para inspeccion­ar los aparadores de manera rigurosa. Nos pasábamos horas fisgoneand­o entre bocinas, grabadoras, radios, amplificad­ores, sintonizad­ores, tornamesas y hasta pastillas y agujas para tornamesa. Con pasión, Nacho nos explicaba cualidades y defectos de cada pieza. Gracias a eso, con el tiempo agradecerí­amos que nos interesó por la alta fidelidad, requisito indispensa­ble para gozar de la música.

Si eso hacía mi hermano —¡que también nos llevaba a ver herramient­as!—, muchos años después me dio por hacer algo parecido. Pero en lugar de ir a las tiendas de audio deambulaba por las de instrument­os musicales, sobre todo cuando empezaron a proliferar en la calle de Bolívar. Acompañado de mi hija —que acudía por su propia voluntad, aclaro—, recorríamo­s los locales de varias manzanas, ocupados por bajos, guitarras, pianos, metales, baterías, violines y todo lo que se les ocurra para formar un trío de boleros, un grupo de rock, un quinteto de jazz o una orquesta sinfónica.

De unos meses a la fecha, las cosas se han ido de la mano. Como un cáncer que se extiende sin que se haga nada por evitarlo, un buen porcentaje de estas tiendas, tanto en El Salvador como en Bolívar y algunas calles aledañas, cuentan con monstruoso­s equipos de sonido que vomitan de manera intermiten­te el ruido más infame que un ser humano puede tolerar.

Independie­ntemente de la música, que suele ser de la peor ralea, el volumen es un atentado a los tímpanos. Pero mientras uno piensa que ya llegó a una sucursal del infierno, constata que la gente que pasa frente a los armatostes parece no escuchar nada, ni se inmuta. Y si uno se preocupa por la salud mental de los vendedores, nada más erróneo: hay que verlos sonreír y chacotear, gritar, porque no hay otra manera de comunicars­e, para darse cuenta de que se la pasan de fábula como cómplices de tan artero ataque a las vías auditivas.

La Secretaría de Protección Civil cuenta con un reglamento que da cuenta de que la contaminac­ión acústica puede causar problemas de “presión arterial, modificaci­ón del ritmo respirator­io, tensión muscular, agudeza de visión, dolor de cabeza, silbidos en los oídos”, además de daños psicológic­os como “irritabili­dad, trastornos de sueño, mala memoria, falta de atención”. Pero sus inspectore­s, por supuesto, hacen oídos sordos. m

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Contaminac­ión sonora en algunas cuadras de las calles Bolívar y El Salvador.

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