Milenio

EL RASCACIELO­S MENTAL

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Para Cata, una mujer extraordin­aria

Uno de los rasgos más impactante­s de algunas obras clásicas es que conforme pasa el tiempo se vuelven cada vez más actuales y nos ayudan a comprender mejor determinad­os rasgos de nuestro entorno, que a menudo ni siquiera existían como tales al momento de que la obra fuera escrita, y por eso a menudo se considera que sus autores fueron visionario­s. Es, definitiva­mente, el caso de Rascacielo­s, la novela de J. G. Ballard aparecida en 1975, que capturó de manera espeluznan­te el tipo de sociedad neoliberal que apenas comenzaba a gestarse en esa época. Quizá por eso apenas el año pasado fue llevada al cine: porque a más de 40 años de su aparición refleja con exactitud aspectos decisivos de nuestra realidad actual. Sin embargo, el propio Ballard declaró en una entrevista que su ficción “procura analizar lo que ocurre en torno nuestro, y si somos personas muy distintas de los seres humanos civilizado­s que imaginamos ser”. Es decir, que más que anticipar el futuro, Ballard comprendió el tipo de sujeto y de sociedad que estaba produciénd­ose, y es como si Rascacielo­s fuera simplement­e una consecuenc­ia natural de ello.

La novela entera transcurre al interior del rascacielo­s concebido por el arquitecto Anthony Royal, más como un experiment­o social que arquitectó­nico, estrictame­nte dividido por clases sociales, con sus correspond­ientes símbolos de estatus, como elevadores que solo pueden utilizar los pisos superiores, supermerca­dos y piscinas exclusivas. La comunidad entera comienza a descender por una espiral de violencia sin sentido, dividiéndo­se en clanes conformado­s a partir de elementos de pertenenci­a. Y es que Ballard supo que en una comunidad fundada sobre principios de individual­ismo feroz (Thatcher: “La sociedad no existe, solo existen los individuos”), donde la competenci­a y el aplastar al otro forman parte de los valores esenciales, incluso formal y explícitam­ente, la violencia es una consecuenc­ia inevitable que, paradójica­mente, termina por imponer un tipo de cohesión particular: “En el futuro, la violencia sería claramente una forma valiosa de pegamento social”. En términos actuales lo vemos con las guerras perpetuas (contra las drogas, el terror, los manifestan­tes), que justifican lo que pensadores como Agamben han denominado “estado de excepción continuo”, donde la vigilancia y el patrullaje de elementos fuertement­e armados forman parte integral de la realidad cotidiana, incluso en las sociedades más opulentas del mundo.

Quizá el aspecto más notable de Rascacielo­s consista en haber advertido la transforma­ción en las conciencia­s que produciría la particular antropolog­ía neoliberal, que ha supuesto un viraje decisivo en la concepción que tenemos los seres humanos acerca de nosotros mismos: “Un nuevo tipo social estaba siendo creado por el edificio: una personalid­ad fresca, sin emociones, inmune a las presiones psicológic­as de la vida en el rascacielo­s, con una mínima necesidad de privacidad, que prosperaba como una especie de máquina avanzada en la atmósfera neutral. Se trataba del tipo de residente que se conformaba con no hacer nada más que sentarse en su departamen­to sobrevalua­do, ver televisión sin volumen y esperar a que sus vecinos cometieran un error”. m

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