Milenio

AU REVOIR, MADEMOISEL­LE

Existen mitos legendario­s en el séptimo arte; algunos de ellos siguen brillando aún después de su retiro o su desaparici­ón física. El caso de Jeanne Moreau es de esos

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Nacida en 1928, mademoisel­le Moreau se convirtió en una de las más emblemátic­as figuras de la Nouvelle Vague, pero también en una leyenda de su propio tiempo: y ahora que ha fallecido (el pasado 30 de julio, en París), queda en el aire la pregunta: ¿qué convierte en un mito a Jeanne Moreau? ¿Su aire altanero y definitiva­mente sensual en las películas que hizo para el formidable Louis Malle —Ascensor para el cadalso, Los amantes— o para el amoroso François Truffaut —ella está inolvidabl­e en Jules et Jim y La novia vestía de negro—? ¿Su boca de labios carnosos y fruncido permanente? ¿Su mirada lacónica? ¿Su frescura tan singular al cantar “Le Tourbillon De La Vie”? ¿Todo esto en conjunto o algo más?

No hay una respuesta específica, pero podemos analizar lo que tenemos a mano para responder: hay una secuencia en Jules et Jim (1962), de François Truffaut, que encapsula perfectame­nte el tema de la película y lo que Catherine, la mujer amada, representa para los dos amigos que se han entregado a ella. Cuando empieza a cantar “Le Tourbillon” (tema de Georges Bassiak, ahora por siempre asociado con su persona), lo hace de un modo que revela sus pasiones más intrínseca­s con una sonrisa, aun si la canción habla de un remolino, un caos de emociones; es tal la alegría que contagia, que resulta imposible evitar enamorarse de ella.

Y cuánta gente no lo haría por décadas: hija única de padre francés y de una liberal madre inglesa que bailaba, alzando la patita, en el Follies Bergére, la mademoisel­le se coronó estrella indiscutib­le de la ComédieFra­nçaise a los 20 años y le haría el feo al cine hasta que llegó el hombre que supo colocarla ante una cámara y conseguir que sedujera la lente: Louis Malle, quien se enamoró de ella y con quien hizo Ascensor para el cadalso (1957), tenso thriller de asesinatos y traición, con espectacul­ar partitura de jazz de Miles Davies y, posteriorm­ente, Los amantes (1958), que con sus escenas de sexo simulado y desnudez integral causaría furor y controvers­ia en América, amén de atreverse a mostrar la infidelida­d como la norma burguesa du jour.

El escándalo de esa cinta la hizo estrella y por primera vez a otros países llegó el eco de su nombre. Y la amaron, de verdad que sí. La amó Truffaut, por supuesto. Y Peter Brook, que le construyó Moderato Cantabile (1960) usando como plataforma las palabras de Marguerite Duras. Aunque su lente se enamorase de ella, para Antonioni ella encarna el desamor amargo y resignado, el que se come todos los días sin hacer queja, en La Notte (1961); ahí ella es Lidia, la mujer de Giovanni Pontano (Marcello Mastroiann­i, claro), que recorre las calles de un Milán moderno e indiferent­e, a pie, aguantándo­se las lágrimas, al comprender que ya no siente nada por un hombre que no es capaz de reconocer ni una carta de amor de su puño y letra.

También es la mencionada Catherine, que exige amor a cualquier precio, en Jules et Jim. Y la camarera cuyo diario íntimo, no sin morbo, nos ayuda a espiar Buñuel en Diario de una recamarera (personaje que codiciaba Silvia Pinal herself, y por esa razón siempre se refirió a la Moreau como “esa pinche vieja”, que le comió el mandado).

Encarna a la mademoisel­le del título en el film de Tony Richardson —que también se enamoraría de ella, al punto de abandonar a Vanessa Redgrave y sus dos hijas pequeñas para seguirla— en esta cinta encarna a un personaje creado por Jean Genet: la máscara sublime de virtud sobre un corazón caníbal, capaz de cualquier cosa por despecho, desde torturar hasta el llanto a una criatura inocente, a destruir calculadam­ente una aldea miserable. En uno de los dos homenajes de Truffaut a Hitchcock, es la enigmática Julie Kohler, la novia que vestía de negro y llevaba consigo una lista de siete nombres, cada uno pertenecie­nte a un hombre responsabl­e de su terrible desgracia; la vemos cómo baila al compás del “Concierto para Mandolina” de Vivaldi, mientras su víctima (Michel Bouquet) sucumbe al veneno inoculado, se asfixia y sufre, pero está prendado de ella. Y usted también lo está, de esa mirada insolente, de esos labios carmesí de fruncido peculiar.

En los setenta tuvo un brevísimo matrimonio con William Friedkin, el director de El Exorcista, que no pudo sacarle el demonio y se quedó arrollado a la vera del camino; pero ella no era de nadie. No hubo quien la domesticas­e, como a la raposa de El Principito; desde esos comienzos fue su propio templo.

Ese atascado maravillos­o que fuera Rainer Werner Fassbinder también la amó locamente e hizo que cantara una canción escrita por Oscar Wilde en Querelle de Brest (1982), que la llevó de vuelta a los personajes torcidos de Gener: trabajó de manera incansable, aun a costa de la fama, que —como ella decía— francament­e le sobró siempre; tan no le importaba, que a los más de 80 años se apuntó para ser la protagonis­ta de El tiempo que nos queda, de François Ozon, como la abuela sensaciona­l y vivaz del enfermo de sida encarnado por Melvil Popaud, dándole una lección de vida; y también de tener su propio espectácul­o de cabaret. “Creo que lo más sorprenden­te, para una mujer de mi edad, es el hecho de que aún puedo cambiar al ritmo en que cambia el mundo… y cambiar muy, muy rápido.”

Lo hizo siempre, aunque hubiera cosas que no cambiaban, como la reacción al oírla cantar “Le Tourbillon”, haciendo que el corazón diera un triple salto mortal. Qué importaba ya si la voz, después de tanto fumar, no fuera la misma; bastaba con que se anunciara ella misma diciendo “Bon soir! Je suis mademoisel­le Jeanne Moreau!” para que nosotros, los espectador­es de a pie, supiéramos que al estar ante ella, ante cualquier pantalla grande donde su hermoso rostro se ilumine, hay que hacer un acto de adoración. M

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