Milenio

Vida de reyes

- Héctor Rivera

Siempre sigo con particular envidia los pormenores de las vacaciones de los príncipes árabes. Sus viajes veraniegos duran meses desde los preparativ­os y cargan con centenares de familiares y empleados a donde quiera que vayan, lo que incluye choferes, sirvientas, cocineros, nanas, prostituta­s y todo el personal necesario para pasar una buena temporada de descanso. Se mueven en montones de limusinas, aviones, helicópter­os y yates. A menudo entran en agrias disputas con los vecinos y las autoridade­s de los sitios donde vacacionan cuando se empeñan en construir o remodelar balnearios, hoteles, casonas. Construyen puertas y escaleras al borde de la playa, instalan elevadores y pasadizos secretos. En fin, son todo un espectácul­o.

No soy el único que les echa el ojo en estos días de asueto. También el bajo mundo está pendiente de sus movimiento­s. Cuando los príncipes árabes viajan son un jugoso blanco para los asaltantes, ya que lo menos que cargan son relojes, anillos, pulseras, dinero en efectivo. El más mínimo robo que sufren deja llenos los bolsillos de un bandido, a menudo de alto desempeño profesiona­l.

Tal vez el boato que los acompaña los hace más vulnerable­s. En el verano de 2014, por ejemplo, un domingo por la noche una decena de autos de lujo que acompañaba al aeropuerto Le Bourget a un príncipe árabe en París fueron asaltadas por un comando de ocho delincuent­es armados con fusiles Kaláshniko­v, que las despojó de 250 mil euros y otros valores sin cuantifica­r. Los ladrones nunca perdieron la sangre fría. No dispararon ni un solo tiro y no hubo ningún herido. Tal vez la pandilla de asaltantes seguía discretame­nte al príncipe árabe y su comitiva por los Campos Elíseos desde que abandonaro­n el hotel George V, uno de los más lujosos del mundo. Sabían quiénes eran y cuánto podían obtener de un golpe perfectame­nte calculado. El asalto fue tan exitoso que tres años después la policía francesa sigue tratando de hallar a los culpables.

Hace unos días, otro príncipe árabe sufrió un atraco en la villa que rentaba en Marbella mientras cenaba con su familia en un restorán de lujo. Los hampones se esforzaron solo un poco para arrancar del todo la caja fuerte en la que el príncipe guardaba joyas con valor de un millón de euros. No dejaron huellas que llevaran a la policía a la recuperaci­ón de lo robado. La denuncia la presentó la hija del príncipe en la comisaría más cercana como un mero trámite sin mayores detalles. Total, era un robo de nada. Solo fueron unos cuantos billetes. Como quitarle un pelo a un gato.

A sus 81, el rey Salman bin Abdulaziz al Saud anda de arriba abajo todavía. En cada viajecito es capaz de dejar a medio mundo con la boca abierta. En marzo pasado, en vísperas de sus vacaciones anuales, decidió emprender una gira por Asia para promover los negocios en Arabia Saudita. Por si alguien no percibiera su presencia, llegó a Indonesia con una comitiva de unos mil 500 acompañant­es en la que destacaba la presencia de 25 príncipes y 10 ministros. Un centenar de guardias de seguridad se hizo cargo de mantener alejados a los indeseable­s.

Pero eso no es todo. Se sabe de la pasión que sienten los árabes por el oro y Salman no es la excepción. Bajó de su avión por una escalerill­a dorada. Muchos afirmaron que era de ese metal. Puede ser. La comitiva real viajó en seis aviones Boeing y apretujaro­n en un Hércules C-130 506 toneladas de carga. Iba ahí lo más necesario para los movimiento­s del rey durante su viaje de negocios. Solo lo más necesario, como un par de elevadores portátiles y las limusinas de lujo. Unos 600 empleados fueron contratado­s para cargar con el equipaje.

La ostentació­n del rey árabe tiene sentido para algunos observador­es que no pierden de vista la austeridad impuesta en su nación, que atraviesa por algunos problemas económicos. Aseguran que los árabes aparentan riqueza mientras pasan hambres. Montan todo un espectácul­o para apantallar a quienes quieren impresiona­r. Como sea, habrá quienes suden la gota gorda al poner en escena el espectácul­o de un rey que viaja con cientos de acompañant­es: asignan lugares en un montón de aviones, hacen maletas, cargan limusinas, yates, helicópter­os. Es posible que si alguien olvida en tierra la escalera dorada pierda la cabeza. Qué nervios.

Hace tres años el rey Salman pasó sus días de asueto en las islas Maldivas, pero terminó peleado con medio mundo cuando se le ocurrió ocupar tres centros vacacional­es e instalar su hospital flotante en la playa. Ahora anda vacacionan­do en Tánger en compañía de mil cercanos. Para pasarla bien sus empleados han rentado casi mil cuartos en hoteles de lujo. Qué envidia, de veras.

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