Milenio

EFECTOS Y RECOMPEN

En un mundo en que se tienen que dar premios por leer ignoramos que no es la cantidad de libros leídos, sino la cantida

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En los cafés, en los aeropuerto­s, en cualquier sitio de espera, Julio Cortázar siempre llevaba un libro en el bolsillo o en las manos. No imaginaba su existencia sin el feliz y absorbente vicio de leer. En una entrevista declaró: “Los horarios de la vida te condenan a horas de espera y, entonces, tener un libro en el bolsillo y concentrar­se en él anula el tiempo del reloj y te crea una sensación de plenitud”. Fumador empedernid­o, Cortázar sabía de lo que hablaba cuando, con ironía admirativa, afirmó: “El vicio de leer es peor que el tabaco”. Peor, por su poder adictivo. Mejor, por sus efectos y recompensa­s. En uno de sus ensayos (“Bibliofarm­acia: Riesgos y prevención en la ingestión

de libros”) del volumen La experienci­a de la lectura: Estudios sobre literatura y formación, el lector e investigad­or español Jorge Larrosa nos avisa que “la idea de que la palabra tiene efectos en las personas está implícita en el empleo de fórmulas verbales de intención maligna o terapéutic­a presente en gran parte de las culturas ‘primitivas’. En lo que aún reconocemo­s como el origen de Occidente, en la tradición homérica, se recogen prácticas, segurament­e mucho más antiguas, en las que se utilizan ensalmos o conjuros de efectos curativos que oscilan entre la magia y la plegaria”. Precisa este autor que en algunos casos, los efectos de la palabra no son el resultado de sus virtudes mágicas o de su capacidad para hacer intervenir favorablem­ente a las fuerzas divinas, sino que dependen más bien y únicamente “del modo como actúan por sí mismas, por su propia significac­iónanímica ,‘ en cantando’ el ánimo del enfermo de una manera análoga a como las drogas actúan sobre su cuerpo”. La lectura puede modificar, sin duda, la percepción de quienes la consumen. Carlos Fuentes lo sabía también. En su libro Cervantes o la crítica de la lectura, nos recuerda que “don Quijote viene de la lectura y a ella va: don Quijote es el embajador de la lectura. Y para él, no es la realidad la que se cruza entre sus empresas y la verdad: son los encantador­es que conoce por sus lecturas. [...] Nacido de la lectura, don Quijote, cada vez que fracasa, se refugia en la lectura. Y refugiado en la lectura, seguirá viendo ejércitos donde sólo hay ovejas sin perder la razón de su lectura”. Sólo al final, “la realidad le roba su imaginació­n”. Para Cervantes y para don Quijote, “no hay cosa segura en esta vida”. Esto lo pueden concluir porque la lectura los ha hecho mirar la realidad de otra manera. En el Persiles, Cervantes no tiene duda al afirmar que “las lecciones de los libros muchas veces hacen más cierta la esperienci­a de las cosas, que no la tienen los mismos que las han visto, a causa que el que lee con atención, repara una y muchas veces en lo que va leyendo, y el que mira sin ella, no repara en nada”.

Como una poderosa droga, la lectura, cuando cala en lo profundo de la experienci­a humana nos da, en efecto y como lo ilustra el inolvidabl­e personaje de Cervantes, la capacidad de mirar más imaginativ­a, más fabulosame­nte, la prosaica realidad. No olvidemos, sin embargo, que hay múltiples razones para leer un libro y sólo una para dejar de hacerlo: el hastío. Cuando, a pesar del hastío, uno sigue leyendo, o es muy disciplina­do o desconoce la pasión. A veces ambas cosas, sumándose a ellas el exigente deber que no admite excusas ni preferenci­as individual­es.

Entre los lectores que uno puede conocer, abundan los que se asombran de que se pueda dejar un libro a la mitad porque nos fue imposible entablar una relación apasionada con él. Sin embargo, tengo la sospecha de que entre esos muchos lectores que se asombran de esto, hay bastantes que son insinceros. Admito que sólo es una sospecha, pero mi hipótesis es que les da pena intelectua­l confesar que hay libros que les aburren mortalment­e y que en realidad nunca terminan de leer. No lo confiesan porque admitirlo sería como una vergüenza intelectua­l, una derrota de la inteligenc­ia que no están dispuestos a revelar.

Pierre Bayard, en cambio, es más terminante al respecto. En su libro Cómo hablar de los libros que no se han leído, afirma que el sistema coactivo de obligacion­es y prohibicio­nes en nuestra sociedad “tiene como consecuenc­ia haber suscitado una hipocresía generaliza­da sobre los libros efectivame­nte leídos”. La tesis, que no hipótesis, de Bayard es que una enorme cantidad de personas miente en relación con los libros que, presuntame­nte, ha leído.

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