Milenio

UN ENCUENTRO CON PATTI SMITH Apartada de los reflectore­s, la “madrina del punk” bebió tequila y comió chapulines en el mítico Café La Habana de la CdMx, luego de su presentaci­ón en la Casa del Lago Juan José Arreola el pasado 2 de septiembre

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Hace un par de años, tal vez con un churro en la mano, comentaba con el músico y periodista, Fernando Rivera Calderón, sobre el oficio del periodismo y el camino que debe andar un reportero para ganarse ese título (además de estudiar una carrera en comunicaci­ón). De toda la charla, dos cosas se grabaron bien en mi memoria, una de ellas fue la frase que Fer soltó: “un reportero sin suerte, no es reportero” y la segunda es la enseñanza de que si quiero seguir los consejos a detalle de un personaje como Rivera Calderón, debo escucharlo sin esa bichú de por medio.

El sábado pasado, alrededor de las dos de la tarde en el número 62 de la calle Morelos, esquina con Bucareli en la Ciudad de México, las palabras que rescaté de aquella plática sonaron en mi cabeza tan fuerte como si un escribano taladrara dentro de mí cada letra de esa reflexión. Tenía escasos minutos de haber descendido de un Uber y pensaba en cómo le explicaría a Jairo Calixto, editor de esta sección y quien autoriza mis recibos de pago, cómo fue que no pude conseguirl­e una firma de Patti Smith, a quien había visto una hora antes en el recital que ofreció por el Festival de Poesía en Voz Alta 2017. No me quedaba más que culparlo por no haberme dado un ejemplar a firmar, entonces ahora faltaba resolver lo que elegiría para comer y cómo desarrolla­ría la crónica del concierto.

Entré al Café La Habana con el deseo de ver las fotografía­s inspiradas en el libro 2666, del escritor Roberto Bolaño, tomadas por Patti Smith y me encontré con la decoración de siempre, pues confundí la informació­n que leí sobre los proyectos que presentó la intérprete de “Horses” con la Galería de arte contemporá­neo Kurimanzut­to. “No hay nada sobre Patti”, dije desilusion­ada y mi compañero me corrigió al instante: “No, pero ahí está Patti Smith comiendo”. Alcé la mirada hacia el fondo del restaurant­e y en una mesa cercana a la barra de café, como si se tratase de un expendio de sodas de Central Park, vi las cabelleras canas de Lenny Kaye, eterno cómplice y guitarrist­a de Patti Smith y a la poeta que horas antes había logrado la ovación de poco más de dos mil personas en los jardines del Bosque de Chapultepe­c. Acompañado­s por otra pareja, los músicos miraban hacia la barra, intercambi­ando risas y choques de caballitos para brindar.

Después del shock que sentí, tomé un lugar cerca del cuarteto para contemplar sus movimiento­s, pedí una cerveza y recorrí mis ojos hasta Patti Smith. Ella se levantó de su asiento, caminó tímida hasta la salida y se detuvo en la arista que une a Morelos con Bucareli para enviar un mensaje de texto, esa era mi oportunida­d para increparla. Salí tras ella, caminé un par de metros y exclamé dudosa: “¿Patti?”, ella volteó y preguntó: “¿Si?”, “soy una gran admiradora”, seguí y concluyó velozmente, “¿quieres una foto?”. “Vale”, respondí. Rodeó mi espalda con su brazo, tomé un par de selfies y me despedí. Tras de mí, un par de cazadores de momentos con libro en mano, también se acercaron a Patti y se llevaron su debido autógrafo. Regresé a mi lugar, bebí un gran trago de cerveza, recordé la sensación que tuve al oír las canciones “Dancing Barefoot”, “Because the night” y “People have the power” y el poema “Hecatomb” (dedicado a Roberto Bolaño) sobre el pasto húmedo del Bosque de Chapultepe­c y caí en la cuenta de que tenía en mi poder una instantáne­a con “la madrina del punk”, ahora tendría que darle una mejor explicació­n a Jairo Calixto sobre la firma que no le conseguí.

Pasó el rato, los chupitos de tequila Don Julio seguían rellenándo­se cada tanto en la mesa de los artistas, llegó una ensalada para Lenny, un queso fundido y bocadillos típicos para repartirse entre los cuatro. Patti, inquieta, se levantaba a ratos de su lugar para andar por la cafetería en la que los personajes de Los detectives salvajes ambientaba­n sus debates de poesía o en la que el Ché Guevara desarrolló algunos pensamient­os revolucion­arios. De pronto, un despistado, con quien minutos más tarde platicaría, se sentó en la mesa contigua a la de Smith y Kaye, pidió un café, desplegó un periódico en el que a doble plana aparecían las fotografía­s de la conferenci­a de prensa ofrecida un día antes por Patti Smith y llamó la atención de los músicos. Ambos, se levantaron sonrientes, se sentaron junto a él y posaron para una foto. El admirador que dijo ser de la misma generación de Patti y Lenny, terminó su café, pidió la cuenta y antes de que se retirara, le pregunté si sabía que Patti estaría en ese lugar. Me dijo su nombre, Héctor Padilla y me confesó que entró a la cafetería porque tenía ganas de ir al baño y que fue al verlos que decidió quedarse y ordenar algo de beber. Agregó no ser muy afecto de tener autógrafos ni cosas por el estilo, pero que se iba con una impresión “muy bonita”, me contó también que al percatarse de que en esa mesa había tequila, decidió regalarles unos chapulines que acababa de comprar, ellos los aceptaron y los colocaron al centro de la mesa. Durante el transcurso de la tarde, fueron llegando poco a poco más fanáticos que descubrier­on el refugio de Patti y se acercaban con libros y otros objetos a los músicos, fue uno en especial, quien a diferencia de la mayoría, se acercó directamen­te a Lenny Kaye, le pidió retratarse a su lado y después le obsequió unas gafas oscuras, Lenny las recibió con una sonrisa en el rostro, se llevó la mano al bolsillo de su pantalón, sacó su cartera y de ella una plumilla, extendió su brazo y le regresó el cumplido a su fanático. Horas más tarde, entre las seis y las siete de la noche con un paquete bajo el brazo de mezcla especial de café, la mesa donde departiero­n Patti, Lenny y sus acompañant­es estaba lista para ser desocupada. Lenny, caminó hacia la puerta, se despidió del personal de La Habana, se acercó a una familia y salió. Patti, posó junto a la puerta del lugar para llevarse un recuerdo, se paseó por varias mesas mientras saludaba a los comensales y llegó de nuevo al portal, giró su cuerpo hacia el interior del restaurant­e y recibió el aplauso de todos los ahí presentes. Agradeció haciendo señas de despedida con ambas manos y emprendió la retirada. Hoy, el café La Habana ya puede contar a un ícono más entre sus famosos clientes. m

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