Milenio

El socavón de las placas de Morelos

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Hay impuestos buenos e impuestos malos, no en el sentido de que gusten o no a los contribuye­ntes, en cuyo caso solo habría de los segundos, sino en términos de su eficiencia económica y de su pertinenci­a social. Veamos.

Un buen impuesto debe ser fácil de administra­r y difícil de evadir, aplicable universalm­ente y preferente­mente progresivo en su estructura, transparen­te y cierto en su monto, y flexible para ajustarse con sencillez a circunstan­cias cambiantes. El impuesto a la tenencia o uso de vehículos era uno de esos impuestos, hasta que en 2006 el candidato del PAN a la Presidenci­a de la República decidió darse un chapuzón en las arenas movedizas del populismo; prometió eliminarlo de ganar la elección, y hacia el final de su sexenio, cumplió.

Nunca hay un impuesto popular pero, parafrasea­ndo al clásico, el de la tenencia sufría, además, de ser objeto de un mito genial. Según éste, el impuesto se había aprobado temporalme­nte para financiar las Olimpiadas de 1968, las que supuestame­nte se seguían pagando 40 años después. Hace ya un tiempo, Gerardo Esquivel desenmasca­ró el mito, aunque una sociedad suspicaz como la nuestra siga creyendo todo aquello que le conviene para justificar­se (https://goo.gl/zvZr3N).

Ahora la magnífica investigac­ión de Mexicanos contra la Corrupción y la Impunidad (https://goo. gl/niovvU) ha puesto el dedo en la llaga de un problema aún mayor: la facilidad con la que caemos en un socavón moral más profundo y grave que el abierto en el Paso Express de Cuernavaca. Más profundo porque se trata de un tema ético; más grave porque estando en el fondo del socavón seguimos cavando.

Para algunos, emplacar un auto en un estado distinto a aquel donde habita su propietari­o es una cuestión de arbitraje regulatori­o. Para otros, es la reacción natural de un consumidor inteligent­e. En realidad, no deja de ser un acto deshonesto, un fraude fiscal que circula a la vista de todos. Así, en Ciudad de México y peor aún, en los estacionam­ientos de la Suprema Corte de Justicia de la Nación o de la Asamblea Legislativ­a, abundan los autos con placas de Morelos. ¿Y las autoridade­s? Las capitalina­s hacen como que no ven, aunque calculen su pérdida de ingresos entre mil y dos mil millones de pesos al año; las morelenses, por su parte, afinan la industria de la gestoría, de la falsificac­ión de domicilios y del cinismo.

Habrá quien argumente que, haiga sido como haiga sido, esa pésima política pública producto del calderonis­mo pudo haber sido determinan­te en el famoso 0.56% de diferencia en la votación de 2006. Suponiendo sin conceder que así fue, ¿no sería tiempo de reintroduc­ir un elemento de racionalid­ad impositiva que reencause, así sea “por las malas”, un comportami­ento social a todas luces reprobable? M

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