Milenio

“Todos somos México”

Hasta septiembre de 1985 mantuve la ilusión de vivir en la CdMx, pero el terremoto de entonces me hizo desistir; luego la caída de los hoteles donde me hospedaba cuando regresaba a este país me revelaron mis muy bajos ingresos

- ARTICULIST­A INVITADO *Presidente de la Academia Hondureña de la Lengua

Por las películas, las canciones de amor que entonaba en las tardes la tía Tila, la segunda madre en mi formación escolar y de secundaria en Olanchito, me apasioné por México, su historia, su nacionalis­mo, su literatura y, por supuesto, por sus expresione­s artísticas en la paleta de Rivera, Orozco, Siqueiros, Tamayo y Cuevas.

Por eso, cuando terminados los estudios secundario­s y no teniendo recursos para salir del país, sentí profunda alegría cuando me enteré que tres de mis amigos: Juan Fernando Ávila, Víctor Manuel Lozano y Livio Ramírez, viajaban a cursar estudios en la que, para entonces, era la más prestigios­a universida­d del continente: la UNAM.

Estudiando en Tegucigalp­a y cuando salíamos de parranda con los amigos, todos de Olanchito, residentes en la 709 de la Primera Avenida que rentaba Max Gil Santos y que nos cobraba 25 lempiras mensuales; en los momentos de alegría, la figura que usábamos para expresar nuestro orgullo, era la de Francisco Villa.

En momentos eufóricos, gritábamos que: “Sobre el caballo de Villa, cabalga la dignidad de América”. Después pedíamos “Siete leguas” a los mariachis del parque La Libertad.

Posteriorm­ente descubrí a Octavio Paz en El laberinto de la soledad y a Juan Rulfo en El llano en llamas y en Pedro Páramo, una proximidad telúrica y una base conceptual, con la que interpreta­r la realidad nacional, entendiend­o al hondureño para aceptarnos hidalgamen­te. Con virtudes y defectos. Para desde allí cuestionar­nos y transforma­rnos.

Cuando en 1976 Adán Elvir Flores, subdirecto­r de La Tribuna me invitó para que escribiera en el rotativo fundado por Óscar Flores y otros compatriot­as, me enfrenté a la búsqueda del nombre de la columna. En una lectura de uno de los libros de Octavio Paz, que no recuerdo en este momento, encontré la palabra “contracorr­iente”, que me conquistó. Y la asumí, como bandera orientador­a de mis artículos. Y de mi libertad.

Hasta septiembre de 1985, mantuve la ilusión de vivir en ciudad de México. El terremoto de entonces, más destructiv­o que el actual, me hizo desistir.

El que se cayeran todos los hoteles en donde me hospedaba cada vez que iba a la “ciudad de los palacios” no solo mostró el bajo nivel de ingresos que manejaba, sino además la vulnerabil­idad a la que me había expuesto. En el último viaje que pude hacer, a un foro sobre la “Construcci­ón de la democracia”, Julieta Castellano­s fue escogida por mayores méritos que los míos, por sus críticas a México, por rectora de la Universida­d Nacional Autónoma de Honduras o por más demócrata.

Desde los 60, me ha apasionado la vida de Francisco Villa, El Centauro del Norte, al extremo que espero, antes de terminar mi ciclo vital, recorrer las zonas en que dirigió sus geniales combates; ir a Canutillo, donde creó un experiment­o cooperativ­o que muestra que, detrás de su figura brusca, había un reformista social puro, y a Parral, para conocer los lugares donde Obregón le tendió la trampa que concluyera con su vida. Y cerrar los ojos, ante la estatua de Felipe Ángeles, al que el talento militar profesiona­l no le impidió valorar los méritos intuitivos de Villa.

Recuerdo esto, ahora cuando México es castigado por furiosos temblores, para expresar mi cercanía y mi pena con el sufrimient­o de quienes considero mis hermanos y compatriot­as, en el esfuerzo por hacer una América Latina respetada por todos. Por los vecinos y por los distantes, y revertir la dolorosa expresión de Porfirio Díaz en la que lamentaba la lejanía con Dios y la cercanía a Estados Unidos, ese “vecino distante” que con ojos de Trump ve en México y en Centroamér­ica naciones que producen, más que hombres de bien, “bandidos” que amenazan su paz y su tranquilid­ad, olvidando cuánto del desarrollo de su país es obra de valientes inmigrante­s.

Me duele México. El sufrimient­o de los mexicanos golpea mi alma. Sin embargo, también veo con esperanza que el temblor que afectó su capital, pese a su intensidad, destruyó menos edificios y causó un menor número de víctimas que en 1985. Indicativo de que no se rinden y cada vez mejoran sus códigos de construcci­ón para enfrentar una realidad que aunque ya no es “la más transparen­te”, a decir de Carlos Fuentes, sigue siendo el lugar donde me siento más querido. “Todos somos México”, ¡carajo! m

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Rescatista­s y voluntario­s laboran en la remoción de escombros.
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