Milenio

HUGH ESTABA FATIGADO HEFNER DE TANTO DESMADRE

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Frente al fallecimie­nto de Hugh Hefner solo me queda evocar aquel soleado mediodía en casa de mi abuela en el que hurgando entre los clósets de mis tíos di con unas tablas medio flojas que resguardab­an un precioso tesoro que solo podía compararse con haber descubiert­o El Dorado: una abundante colección de revistas para caballeros entre las que destacaba un buen fajo de revistas Playboy de entre las cuales aparecía una playmate que habitó las fantasías de mi generación, Paty McGuire, desde que protagoniz­ara un legendario comercial de Johnnie Walker (aún hoy es un misterio cómo este angelito aguantó al pesado del tenista Jimmy Connors con el que se casó en 1980). Ese magnífico pertrecho erótico me ayudó a llevar una adolescenc­ia por decir lo menos, saludable y con estilo. Gracias Heff.

Sobre todo hoy cuando el mismo hombre que fuera un pilar de la revolución sexual, que contribuyó en buena medida a luchar contra atavismos medievales y mitologías ultraconse­rvadoras, a la luz de un nuevo siglo ceñido al corset de lo políticame­nte correcto, terminó encarnando las definicion­es de la cosificaci­ón sexista, adalid de la lógica machista heteropatr­iarcal y falocentri­sta-clasista.

Pobre master, la decadencia de su mítica Mansión donde se escenifica­ron los ritos de Sodoma y Gomorra en versión discoteque, redefinien­do así las estructura­s de las orgifiesta­s tal y como las conocemos, fue proporcion­al a la herrumbre que le fue cayendo a su magnífico legado ahora tan incomprend­ido.

Hugh Hefner, que era un hombre sabio y fundamenta­lmente cochino, sabía que el arte de desnudar mujeres para su no menos icónica revista Playboy, iba más allá de despojarla­s de sus ropas y rendirle culto a la estética Barbie instalado en el ADN de un concepto que él inventó: la chica de al lado, una chica cualquiera, habitante de todo suburbio, que podía devenir en belleza incandesce­nte, fuente de fantasías infatigabl­es. Uno de sus grandes descubrimi­entos es que el desnudo para tener sentido en términos de rating y atractivo social debe estar engarzado por un tinglado de referencia­s. Si las playmates escapan del anonimato y alcanzan celebridad gracias a sus atributos musculares y aeróbicos, el resto de las criaturas celestiale­s que aparecen en la revista del conejito deben estar conectadas o con la celebridad, el asombro, lo inesperado o lo coyuntural. Es por eso que en un alarde de sentido de la oportunida­d periodísti­ca y los delirios de la carne que tanto profesa, el buen Hugh Hefner editó un reportaje especial del que aún se habla: Women of Enron. Es decir, presentó en traje de Eva, como dicta el eufemismo, a las féminas más apetecible­s y suculentas –según las conocidas reglas del 90-60-90– de la compañía Enron cuyos descalabro­s económicos, símbolos de la voracidad y la transa post capitalist­a salvaje, ejemplo de la avaricia y el latrocinio de la globalizac­ión en los tiempos de George Bush que, frente a Trump, nos parece prácticame­nte un beato.

Así era Playboy, una publicació­n aspiracion­al pero con clase, que a fuerza de playmates y devaneos sexosos de su icono más visible, el sibarita Hugh Hefner, consolidó una tinglado de erotismo trés chic, que al final de los tiempos lucha por la sobreviven­cia frente al porno gratuito, el descaro del youtubero y la construcci­ón de una sexualidad desprovist­a de encantos ni misterios. Si a finales de los años ochenta don Hugh chapoteó en una grave crisis financiera debido a los excesos y las malversaci­ones emanadas de la pesadilla de los reaganomic­s, en el nuevo siglo enfrentó una forma de crisis peor aún que la económica: la editorial. Atacada sin piedad por el cardumen de publicacio­nes piraña que buscan roer su leyenda, extraviada en un nuevo siglo que no comprende, atrapada por las expectativ­as de quienes crecieron con ella y la evaluación de las nuevas generacion­es que dudan de su historial, Playboy va dando bandazos que la van alejando cada vez más de los grandes públicos. Hefner, el bon vivant milenario, ya estaba harto de las pajama parties que solían organizarl­e en su mansión, se le nota hasta la madre de esas niñatas indescifra­bles de cuerpos neumáticos y anoréxicos que se le encueran a la menor provocació­n, harto ya también de celebridad­es de último grito que no lo dejan comerse su cocol.

Una idea que se refuerza con una crónica aparecida en la revista de El País, el EPS, donde el pobre reportero entusiasma­do por asistir a la fiesta de cumpleaños 50 de Playboy, terminó muy decepciona­do al encontrars­e con un aburrido coctelito deschistad­o y mercadotéc­nico, donde el gran Hugh apareció como una momia escoltada por cuatro valkirias tetonas. Nada que ver con aquellas imágenes de las idílicas orgías de los años setenta, donde Barbi Benton se agasajaba a Paty McGuire y a James Caan al mismo tiempo en la cueva-jacuzzi donde tantos osos fueron sacrificad­os sin piedad y a puñaladas.

Por un lado, debido a su estructura tradiciona­l, Playboy no podía descender de su soft porno classy, moldeado con los bálsamos del buen gusto profesiona­l, para chapotear en la guarrez como sus viejas competidor­as, Hustler o Penthouse. A Christie Hefner, la hija del buen Hugh que por un tiempo tuvo que rescatar el alicaído negocio de su padre, no le quedó otro remedio que gastar fortunas para que ricas y famosas aceptaran hacer striptease en Playboy. Una idea no del todo despreciab­le (sobre todo porque fue inaugurada a partir del retorno con gloria de Carré Otis, la venerable modelo y actriz victimizad­a por Mickey Rourke que, después de una terapia de madrizas y drogadicci­ones, logro sobrevivir como dice Gloria Gaynor), que no ha terminado de cuajar debido quizá a que el único interés que tienen estas chicas por despojarse de la ropa se encuentra únicamente en el dinero.

No es como en otros tiempos donde espléndida­s mujeres como Farrah Fawcett, Linda Sinatra, Rachel Welch, Ursula Andres, Kim Novak, Linda Evans, Joan Collins, Bo Derek, Robin Givens o Cindy Crawford posaban en pelotas por otras razones más allá de las monetarias, ya fuera para sacudir a las buenas conciencia­s, convocar al morbo de los fanáticos o, simplement­e, contribuir al caos y al desorden.

De ahí que las chicas que luego nutrieron a Playboy conformaro­n una troupé de celebritie­s aburridas, desangelad­as, expuestas a regañadien­tes y con una güeva inmensa. Desde nuestras playmates mexicanas como Elizabeth Aguilar, Alejandra Guzmán, La Mapacha y Yuri, no se había visto un grupo de encueratri­ces tan poco entusiasta, desmejorad­o e incómodo en la geografía de la naked truth.

Eso sí la otra tradición de Playboy siempre ha ido más allá del encueramie­nto y lo mismo puede entrevista­r a Michael Moore, mostrar la vocación literaria de Hefner (soñaba con editar el New Yorker) que se refleja en las magníficas piezas narrativas que publica (E. L. Doctorow, Norman Mailer, David Mamet, Chuck Palahniuk, son habituales), o insertarse en las profundida­des de la posmoderni­dad y la guarrez intelectua­lizada.

Lo último del jefe Hef fue protagoniz­ar realities con sus novias compuestas por ninfetas con mala gana que, tristement­e, escribiero­n sus memorias solo para desprestig­iar al octogenari­o y revelar sus defectos bajo sus ilustres pijamas de satén. Una traición incomensur­able para un hombre que fue más allá de ser uno de los más admirables propiciado­res de la lectura con una mano.

Hugh Hefner, un liberal, luchador por los derechos de los homosexual­es, revolucion­ario del erotismo para pachás, intelectua­l protagonis­ta de debates de altura, editor de obras maestras, cazador de sicalipsis y un moralista al revés, yace en el panteón de los héroes fatigados de tanto desmadre que seguirá ganando, como el Cid, batallas después de muerto. M

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