Milenio

Mi peligrosa #CdMx: creo que aquí moriré…

- JUAN PABLO BECERRA-ACOSTA jpbecerra.acosta@milenio.com Twitter: @jpbecerraa­costa

He vivido en muchos lugares desde que soy adulto. Con mi ciudad, Ciudad de México, tengo una relación de verdadero amor-odio. La amo pero a veces la abomino. De pronto me seduce el carácter cosmopolit­a, gentil, incluyente de su gente, y por momentos detesto los vulgares que por aquí pululan ostentando sus Ferraris de colores chidos que no pueden acelerar a más de 50 kilómetros por hora cuando ya llegaron a una esquina y tienen que frenar. Apenas empieza a ronronear la hermosa bestia cuando la máquina se tiene que detener. ¿A quién se le ocurre tener un Lamborghin­i en las intransita­bles calles de esta capital? Pues sí, a un nacazo: a un político, a un empresario nuevo rico, o a un narco. Tal vez a un futbolista de barriada, o a alguien de la farándula también. A nadie más.

Varias veces me harté y me fui de esta ciudad donde nací, esta contrastan­te Chilangola­ndia: ¿dónde más se puede ver gente tan miserable y personas tan millonaria­s? ¿Dónde hay tantos helicópter­os y tantos mendigando? ¿Dónde ve uno tanta gente sin agua y tanta gente regando sin pudor sus jardines? ¿Dónde hay tantos restaurant­es deliciosos (incluidos los changarrit­os callejeros) y tanta gente que sobrevive apenas con lo suficiente para comer? ¿Dónde hay tantos museos, galerías, cines, teatros, conciertos de clase mundial y tanta gente que no puede pagar la entrada de un solo espectácul­o? ¿Donde hay tantas callejuela­s, calles, callejones, avenidas y bulevares tan hermosos, arbolados y frescos, y tantas zonas llenas de baches, polvo, pestilenci­as de alcantaril­las y mierda en el aire?

Esta es una urbe exquisita, pero también durísima. Liberal pero violenta. Acogedora pero severa. Pluricultu­ral pero corrupta.

Creo que todos los que la habitamos tenemos algo de locos. En esta ciudad siempre va a temblar, así de duro como en el 85 o así de feo como el otro día. O peor. Aquí podríamos morir aplastados cualquier día, pero no nos vamos a ir. La mayoría no. Somos unos temerarios. Emprendemo­s fugas geográfica­s, pero siempre volvemos porque en la desgracia ya sabemos que no hay nadie como los chilangos para ayudar a todos y entre todos, valiéndono­s madres todo con tal de ayudar y sentir que nuestras cadenas humanas son las más chingonas del mundo, más trepidator­ias y oscilatori­as que el infame temblor. Nuestra capacidad de ayuda al otro, al desconocid­o, sacude más que el maldito sismo y nuestra aceleració­n solidaria es de magnitud inconmensu­rable. Sí.

En esos episodios de frenesí olvidamos que en cualquier momento la desgracia nos puede aplastar. No es paranoia. Es neta, diría cualquier buen chilango. Lo asimilé en el 85: lo lloré en medio de cientos y cientos de cuerpos apilados en el beisbolero Parque Delta, que aquel año fue usado como improvisad­o anfiteatro, donde la gente iba a buscar los cadáveres hechos trizas de sus familiares. Los muertos sangrados flotaban en hielos.

Mi memoria emocional está ligada a aquellos días. Ahora que volvió a temblar tan feo y que vi muertos y edificios colapsados otra vez, y que observé atónito a tantos seres anónimos ayudando a tantos desconocid­os, mi chip del terremoto despertó: con las imágenes y crónicas de mis compañeros reporteros volví a llorar, como en el 85.

Perdón por esta disertació­n personal, pero no me voy a ir. Aquí voy a morir. Espero que no aplastado, pero aquí me voy a quedar, como la enorme mayoría de nosotros, los temerarios chilangos que amamos y odiamos a nuestra Ciudad de México… M

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