Mi peligrosa #CdMx: creo que aquí moriré…
He vivido en muchos lugares desde que soy adulto. Con mi ciudad, Ciudad de México, tengo una relación de verdadero amor-odio. La amo pero a veces la abomino. De pronto me seduce el carácter cosmopolita, gentil, incluyente de su gente, y por momentos detesto los vulgares que por aquí pululan ostentando sus Ferraris de colores chidos que no pueden acelerar a más de 50 kilómetros por hora cuando ya llegaron a una esquina y tienen que frenar. Apenas empieza a ronronear la hermosa bestia cuando la máquina se tiene que detener. ¿A quién se le ocurre tener un Lamborghini en las intransitables calles de esta capital? Pues sí, a un nacazo: a un político, a un empresario nuevo rico, o a un narco. Tal vez a un futbolista de barriada, o a alguien de la farándula también. A nadie más.
Varias veces me harté y me fui de esta ciudad donde nací, esta contrastante Chilangolandia: ¿dónde más se puede ver gente tan miserable y personas tan millonarias? ¿Dónde hay tantos helicópteros y tantos mendigando? ¿Dónde ve uno tanta gente sin agua y tanta gente regando sin pudor sus jardines? ¿Dónde hay tantos restaurantes deliciosos (incluidos los changarritos callejeros) y tanta gente que sobrevive apenas con lo suficiente para comer? ¿Dónde hay tantos museos, galerías, cines, teatros, conciertos de clase mundial y tanta gente que no puede pagar la entrada de un solo espectáculo? ¿Donde hay tantas callejuelas, calles, callejones, avenidas y bulevares tan hermosos, arbolados y frescos, y tantas zonas llenas de baches, polvo, pestilencias de alcantarillas y mierda en el aire?
Esta es una urbe exquisita, pero también durísima. Liberal pero violenta. Acogedora pero severa. Pluricultural pero corrupta.
Creo que todos los que la habitamos tenemos algo de locos. En esta ciudad siempre va a temblar, así de duro como en el 85 o así de feo como el otro día. O peor. Aquí podríamos morir aplastados cualquier día, pero no nos vamos a ir. La mayoría no. Somos unos temerarios. Emprendemos fugas geográficas, pero siempre volvemos porque en la desgracia ya sabemos que no hay nadie como los chilangos para ayudar a todos y entre todos, valiéndonos madres todo con tal de ayudar y sentir que nuestras cadenas humanas son las más chingonas del mundo, más trepidatorias y oscilatorias que el infame temblor. Nuestra capacidad de ayuda al otro, al desconocido, sacude más que el maldito sismo y nuestra aceleración solidaria es de magnitud inconmensurable. Sí.
En esos episodios de frenesí olvidamos que en cualquier momento la desgracia nos puede aplastar. No es paranoia. Es neta, diría cualquier buen chilango. Lo asimilé en el 85: lo lloré en medio de cientos y cientos de cuerpos apilados en el beisbolero Parque Delta, que aquel año fue usado como improvisado anfiteatro, donde la gente iba a buscar los cadáveres hechos trizas de sus familiares. Los muertos sangrados flotaban en hielos.
Mi memoria emocional está ligada a aquellos días. Ahora que volvió a temblar tan feo y que vi muertos y edificios colapsados otra vez, y que observé atónito a tantos seres anónimos ayudando a tantos desconocidos, mi chip del terremoto despertó: con las imágenes y crónicas de mis compañeros reporteros volví a llorar, como en el 85.
Perdón por esta disertación personal, pero no me voy a ir. Aquí voy a morir. Espero que no aplastado, pero aquí me voy a quedar, como la enorme mayoría de nosotros, los temerarios chilangos que amamos y odiamos a nuestra Ciudad de México… M