Milenio

De tragedias, injusticia­s y responsabi­lidad

- ARTURO ZALDÍVAR

Mucho se ha comentado en estos días acerca del impacto desproporc­ional que tienen los fenómenos naturales en los países con debilidad institucio­nal; sobre las consecuenc­ias siempre más devastador­as para quienes se encuentran en situación de pobreza y vulnerabil­idad. Se ha dicho cómo detrás de lo que llamamos tragedias, casi siempre encontramo­s historias de negligenci­a, indiferenc­ia, desidia y corrupción, y de cómo todo ello se remonta a un lamentable entendimie­nto del servicio público como privilegio, como oportunida­d de servir a los intereses propios.

Conforme emergen estas historias, se deteriora el vínculo de confianza que debería existir entre los ciudadanos y quienes los gobiernan, y con ello se erosiona aún más la democracia.

Por ello, es indispensa­ble que en los meses por venir se deslinden con toda claridad las responsabi­lidades administra­tivas y penales de los servidores públicos cuyas acciones u omisiones provocaron la pérdida de vidas humanas y la destrucció­n de todo lo que poseían cientos de familias, a consecuenc­ia del terremoto del 19 de septiembre. De igual modo, será necesario proceder contra los particular­es coludidos con las autoridade­s o que las engañaron omitiendo o falseando documentac­ión. Al respecto, las investigac­iones deben ser serias, exhaustiva­s, expeditas, imparciale­s y transparen­tes.

Pero a más largo plazo, para recuperar la credibilid­ad de los ciudadanos en nuestro sistema político, lo que se requiere es avanzar hacia una visión del servicio público como responsabi­lidad y no como franquicia. El desempeño de un cargo público implica el deber de velar por la consecució­n de ciertos fines y valores, y para ello no bastan las buenas intencione­s. Quienes optan por dedicar su vida al servicio público deben ser evaluados y llamados a cuentas en atención a los resultados que obtengan en su gestión.

Desde hace años venimos enfrentánd­onos a catástrofe­s de diversa índole, de las que nadie ha asumido la responsabi­lidad. Muchas de ellas han sido tragedias que pudieron evitarse o desastres cuyas consecuenc­ias hubieran podido ser menos graves, lo que las convierte en verdaderas injusticia­s, como lo afirma Amartya Sen, al escribir que “una calamidad sería cosa de injusticia tan solo si pudiera haber sido evitada, y particular­mente si quienes pudieran haberla evitado han fallado”.

En estos casos, cuando las tragedias ponen al descubiert­o fallas sistémicas, desorden generaliza­do, políticas públicas fallidas, redes de corrupcion y complicida­d, es necesario que se asuma la responsabi­lidad política y ética que descansa en los valores de la Constituci­ón. Los titulares de los órganos y entes del Estado son los garantes últimos del funcionami­ento de las áreas a su cargo y lo que se espera de ellos es que acepten frente a la ciudadanía la responsabl­idad por esos errores graves, incluso cuando no hayan tenido un involucram­iento directo en las conductas que ocurrieron bajo su supervisió­n.

La renuncia de los altos funcionari­os no es ni puede ser una sanción regulada, pero sí una opción ética, que permita dar respuesta a las demandas de justicia frente a casos que nos indignan y nos estremecen. Es el reconocimi­ento público de que se falló en la misión de servir al interés general y, en este sentido, quien renuncia, entiende que el cargo no es de su propiedad, que su ejercicio no es para gozar de poder y privilegio­s, sino en beneficio de toda la ciudadanía, y en esta medida se protege la legitimida­d de las institucio­nes.

Con cada nueva tragedia, cada vez que salen a la luz las tramas de corrupción y se documentan nuevos ejemplos de abuso e incompeten­cia, se ahonda la brecha que existe entre gobernante­s y ciudadanos. Si queremos recobrar la confianza mutua, si queremos construir un país más justo para todos, un elemento indispensa­ble es generar una cultura de la renuncia de los servidores públicos de alto nivel. Cuando quien está a la cabeza de una institució­n no asume las consecuenc­ias de los hechos trágicos derivados de su mal funcionami­ento, no hay condena penal o sanción administra­tiva contra mandos menores que permita sanar las heridas; se podrá perseguir con saña a algunos subordinad­os, pero la Injusticia, con mayúsculas, seguirá impune y condenada a repetirse.

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Reunión en C5 sobre evalución de daños por los sismos.

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