De tragedias, injusticias y responsabilidad
Mucho se ha comentado en estos días acerca del impacto desproporcional que tienen los fenómenos naturales en los países con debilidad institucional; sobre las consecuencias siempre más devastadoras para quienes se encuentran en situación de pobreza y vulnerabilidad. Se ha dicho cómo detrás de lo que llamamos tragedias, casi siempre encontramos historias de negligencia, indiferencia, desidia y corrupción, y de cómo todo ello se remonta a un lamentable entendimiento del servicio público como privilegio, como oportunidad de servir a los intereses propios.
Conforme emergen estas historias, se deteriora el vínculo de confianza que debería existir entre los ciudadanos y quienes los gobiernan, y con ello se erosiona aún más la democracia.
Por ello, es indispensable que en los meses por venir se deslinden con toda claridad las responsabilidades administrativas y penales de los servidores públicos cuyas acciones u omisiones provocaron la pérdida de vidas humanas y la destrucción de todo lo que poseían cientos de familias, a consecuencia del terremoto del 19 de septiembre. De igual modo, será necesario proceder contra los particulares coludidos con las autoridades o que las engañaron omitiendo o falseando documentación. Al respecto, las investigaciones deben ser serias, exhaustivas, expeditas, imparciales y transparentes.
Pero a más largo plazo, para recuperar la credibilidad de los ciudadanos en nuestro sistema político, lo que se requiere es avanzar hacia una visión del servicio público como responsabilidad y no como franquicia. El desempeño de un cargo público implica el deber de velar por la consecución de ciertos fines y valores, y para ello no bastan las buenas intenciones. Quienes optan por dedicar su vida al servicio público deben ser evaluados y llamados a cuentas en atención a los resultados que obtengan en su gestión.
Desde hace años venimos enfrentándonos a catástrofes de diversa índole, de las que nadie ha asumido la responsabilidad. Muchas de ellas han sido tragedias que pudieron evitarse o desastres cuyas consecuencias hubieran podido ser menos graves, lo que las convierte en verdaderas injusticias, como lo afirma Amartya Sen, al escribir que “una calamidad sería cosa de injusticia tan solo si pudiera haber sido evitada, y particularmente si quienes pudieran haberla evitado han fallado”.
En estos casos, cuando las tragedias ponen al descubierto fallas sistémicas, desorden generalizado, políticas públicas fallidas, redes de corrupcion y complicidad, es necesario que se asuma la responsabilidad política y ética que descansa en los valores de la Constitución. Los titulares de los órganos y entes del Estado son los garantes últimos del funcionamiento de las áreas a su cargo y lo que se espera de ellos es que acepten frente a la ciudadanía la responsablidad por esos errores graves, incluso cuando no hayan tenido un involucramiento directo en las conductas que ocurrieron bajo su supervisión.
La renuncia de los altos funcionarios no es ni puede ser una sanción regulada, pero sí una opción ética, que permita dar respuesta a las demandas de justicia frente a casos que nos indignan y nos estremecen. Es el reconocimiento público de que se falló en la misión de servir al interés general y, en este sentido, quien renuncia, entiende que el cargo no es de su propiedad, que su ejercicio no es para gozar de poder y privilegios, sino en beneficio de toda la ciudadanía, y en esta medida se protege la legitimidad de las instituciones.
Con cada nueva tragedia, cada vez que salen a la luz las tramas de corrupción y se documentan nuevos ejemplos de abuso e incompetencia, se ahonda la brecha que existe entre gobernantes y ciudadanos. Si queremos recobrar la confianza mutua, si queremos construir un país más justo para todos, un elemento indispensable es generar una cultura de la renuncia de los servidores públicos de alto nivel. Cuando quien está a la cabeza de una institución no asume las consecuencias de los hechos trágicos derivados de su mal funcionamiento, no hay condena penal o sanción administrativa contra mandos menores que permita sanar las heridas; se podrá perseguir con saña a algunos subordinados, pero la Injusticia, con mayúsculas, seguirá impune y condenada a repetirse.