Pasaporte catalán para entrar en España Existe el españolismo recalcitrante. Y, en lo que toca al poder central, su inmovilismo y su descomunal torpeza para llegar a soluciones negociadas son a lo mejor una muestra de soberbia imperial
Esto, lo de golpear a gente pacífica —así de posiblemente punible que fuere la transgresión de participar en una mascarada prohibida— es otra cosa: una torpeza mayúscula, para empezar, y un costosísimo error estratégico
Por más que los severos custodios de la institucionalidad invoquen que el referéndum organizado por los catalanistas era ilegal, yo no termino de digerir que los garrotazos propinados por la policía a una señora de edad sean una expresión mínimamente aceptable de la democracia representativa. Es cierto que las fuerzas policiacas, llegado el caso, suelen arremeter contra los ciudadanos en regímenes tan indudablemente legítimos como los que gobiernan Europa occidental. Sus autoridades tienen muy claro que la preservación del orden público es un principio irrenunciable, a diferencia de esos gobernantes nuestros que se acobardan ante cualquier turba de agitadores (el espantajo de la represión, acusación suprema aplicable a la más mínima diligencia de control, les lleva a consentir toda suerte de desmanes y vandalismos en perjuicio de
todos los ciudadanos y, asombrosamente, en directísimo desafío al mismísimo Ejército de la nación). Pero esto, lo de golpear a gente pacífica —así de posiblemente punible que fuere la transgresión de participar en una mascarada prohibida—, esto es otra cosa: una torpeza mayúscula, para empezar, y un costosísimo error estratégico.
Muchos de ustedes, naturalmente, harán la siguiente observación: muy bien, estuvo feo el asunto pero, ¿quién comenzó con todo esto? ¿No fue el Govern de los extremistas catalanes el que primeramente organizó la consulta anticonstitucional, tras de haber fomentado, aviesamente, la exacerbación del victimismo y los sentimientos nacionalistas? ¿No resulta todo esto del oportunismo de unos populistas que, como en todas partes, promueven de manera calculada la entelequia de un enemigo —el Estado español opresor, en este caso— para congregar a la población en torno al fanatismo patriotero y marginar así a los moderados y a los tolerantes?
La mera formulación de ese gran poder de fuera, históricamente avasallador, asegura adhesiones y abre también la puerta al amedrentamiento de los que no comulgan en automático con la elevada causa del independentismo: la mitad del pueblo catalán, por lo menos, se opone al secesionismo pero esos ciudadanos constituyen una auténtica mayoría silenciosa cuya voz no logra hacerse escuchar por encima de quienes vociferan, furiosamente, “¡España nos roba!”.
Y, sí, todo pacto comunitario, o federal, implica la cesión de una parte de los caudales propios para edificar una gran nación solidaria. Aquí, Nuevo León y Jalisco, entre otros de los estados industrializados de nuestro país, comparten los recursos que generan con las entidades federativas más desfavorecidas. Y, en la Unión Americana, como hemos visto, todos los estados están aportando fondos para ayudar a las poblaciones afectadas por los huracanes en Puerto Rico, la Florida y Texas. Pero, caramba, eso no es un robo. Es, meramente, la regla de oro de la pertenencia a un Estado nacional. Y, encima, ¿acaso vemos a una Cataluña empobrecida y atrasada debido a las expoliaciones que ha perpetrado el Reino de España en su territorio? No, para nada: crecen económicamente por encima de la media peninsular y su Producto Interno Bruto por habitante es también superior. ¿Entonces?
Desde luego que existe el españolismo recalcitrante. Y, en lo que toca al poder central, su inmovilismo y su descomunal torpeza para llegar a soluciones negociadas son a lo mejor una muestra de soberbia imperial (enunciándolo, con el permiso de ustedes, en el lenguaje de los agraviados).
Estamos, en todo caso, frente a un problema descomunal y morrocotudo. Ahora bien, si nos ponemos simplemente a ver algunas cuestiones prácticas, el tema alcanza dimensiones delirantes. Hagamos una pequeña lista: los futuros ciudadanos de la República Catalana, ¿ya no tendrán entonces un pasaporte español para cruzar despreocupadamente las fronteras del espacio Schengen? ¿Habrá garitas de control, aduanas y puestos de inspección entre los dos países? ¿Tendrá la mentada República que establecer embajadas en la gran mayoría de las naciones del mundo? ¿Necesitará de Ejércitos propios y una Armada? El Barça, ¿dejará de jugar en La Liga y se enfrentará solamente, digamos, al Lleida, al Reus Deportiu y al Olot? En cuanto al Espanyol de Barcelona, ¿podrá seguir llevando ese nombre maldito o lo tendrá que cambiar y llamarse, no sé, el Catalán? ¿Cuánto tiempo le tomará a la UEFA volver a admitir al Barça para que participe en la Champions League? De la misma manera, ¿cuántos años habrán de pasar para que la Unión Europea reconozca a la República Catalana y le otorgue el acceso al mercado único? ¿Los bancos catalanes tendrán que mudarse a España para seguir beneficiándose de las prerrogativas financieras que les otorga Europa?
De pronto, como que el independentismo no parece tan buena causa, oigan. Pero, en fin, que ocurra lo que tenga que ocurrir. Finalmente, es asunto de ellos. M