EL SUICIDIO DE LA SOCIEDAD
Como si formara parte del tétrico reality show en el que Donald Trump ha convertido la vida política estadunidense, con buena parte de los habitantes del mundo enganchados como horrorizada audiencia, la matanza sucedida hace unos días en Las Vegas ha sido la de mayor magnitud en la historia de esa nación, donde por desgracia son un hecho que sucede con determinada frecuencia. Pese a que vivimos en una época sumamente convulsa, donde Estados, ejércitos y grupos como el Estado Islámico utilizan de manera sistemática la violencia como instrumento para la consecución de diversos fines políticos, el caso americano es excepcional al menos por dos razones: que son mayoritariamente sus propios ciudadanos asesinándose entre sí, y que al parecer sucede sin motivos ulteriores algunos, sino simplemente como expresión de una rabia y deseos de venganza de tales magnitudes que solo consiguen expresarse asesinando a otros miembros de la sociedad.
Mucho se habla de la proliferación de armas, que casi igualan en Estados Unidos al número de habitantes, así como de los perfiles psicopáticos de los jóvenes o adultos que perpetran estas masacres sin sentido, y por supuesto que en cada caso específico hay un vínculo directo con ambos hechos como explicaciones de lo sucedido. Sin embargo, cuando un hecho tan monstruoso sucede con tanta regularidad, es plausible pensar que se trata también de una cuestión sistémica, pues algún papel desempeñan las normas de convivencia social para producir en serie a individuos dispuestos a llevar a los actos su deseo homicida en contra de la sociedad. Incluso, la obsesión estadunidense con las armas, y la férrea reticencia a tomar medidas para controlarlas son parte tan esencial de su credo y de sus valores, que es como si inscribieran el germen de la violencia como uno de los principios fundacionales para la vida cotidiana. Adicionalmente, los violentos mecanismos tanto reales como simbólicos para colocar a cada uno de sus miembros en los bandos de ganadores o perdedores hacen que la arrogancia de los primeros no sea sino la contracara lustrosa del resentimiento que incuban los segundos, que en los casos más extremos desemboca en las matanzas. Incluso a nivel de la cultura televisiva, de los deportes, y ahora gracias a Trump a los más altos niveles de la política, es posible apreciar los brutales mecanismos para excluir y humillar a los individuos considerados menos aptos, quienes encima de tener que soportar realidades a menudo complicadas, encima deben cargar con el peso de la culpa por su propio fracaso, como si no estuviera relacionado con ventajas y desventajas que muy a menudo están determinadas desde el nacimiento.
Desde luego que nada de lo anterior pretende ni exculpar ni restarle gravedad a hechos tan despiadados, pero simplemente considerarlos como casos aislados perpetrados por psicópatas es una explicación insuficiente, en el sentido de que no funciona para intentar comprender por qué en la sociedad más afluente y poderosa del planeta, cada vez con mayor frecuencia alguno de sus miembros decide concluir su vida violentamente, no sin antes arrastrar consigo a tantos de sus conciudadanos como materialmente le resulte posible. m