Libertad de expresión, derecho fundamental irrenunciable
La frase “EL 2 DE OCTUBRE NO SE OLVIDA”, quedó grabada para la historia. Los universitarios de aquella época que nos involucramos en el movimiento estudiantil teníamos claro, entre otras muchas cuestiones, la lucha por nuestras libertades. En ese tiempo sufríamos la falta de libertad de expresión y de emitir opiniones, a la libre manifestación de nuestras ideas, no contábamos con una auténtica libertad de prensa, incluso, ni siquiera existía la libertad para exhibir ciertas películas, pues estas quedaban “enlatadas”. Todo era censura previa.
Los estudiantes nos movilizamos, nos reunimos en auditorios, fuimos a las plazas públicas, a los mercados, marchamos en silencio; estábamos convencidos de que teníamos el derecho de opinar, de escuchar, de ver, de decidir, de disentir, de criticar, de hablar…
Es por ello que el movimiento estudiantil del 68 es un parteaguas en la historia de nuestras libertades, marcó un antes y un después en lo que a los derechos humanos se refiere y, en concreto, al derecho a la libertad de expresión.
En una democracia representativa, la libertad de expresión es una piedra angular tanto para la autorrealización personal, al permitir al ser humano sentirse libre de expresar sus opiniones sin intimidación o represalia alguna, como para la autodeterminación colectiva, al garantizar que se forme la opinión pública sobre algún tema de interés social, a través de espacios de deliberación política.
De todas las autoridades, la que más cuidadosa debe ser en respetar las libertades de los miembros de una sociedad civil, especialmente el derecho a la libre manifestación de las ideas, es el Poder Ejecutivo, incluidas las dependencias públicas que de él derivan, porque por las propias facultades y funciones que tiene, es el obligado a generar un clima de tranquilidad y libertades, así como a erradicar los ambientes de tensión social, represión, miedo, intimidación y falta de tolerancia a la crítica en las políticas públicas o funciones que ejecuta, él o aquellos entes allegados o afines a él.
Desde luego, todo derecho fundamental tiene límites y claramente la Constitución no reconoce el derecho al insulto, las injurias y las expresiones de menosprecio u odio, la información lesiva, la falta de veracidad en la información o la mentira, sin embargo, no prohíbe como ha dicho la Corte en la tesis 1ª/J 31/2013 “expresiones inusuales, alternativas, indecentes, escandalosas, excéntricas o simplemente contrarias a las creencias y posturas mayoritarias, aun cuando se expresen acompañadas de expresiones no verbales, sino simbólicas.” Esto es evidente porque lo más preciado en este derecho son precisamente las opiniones que no agradan e incomodan.
Por eso, en un régimen democrático, el respeto a las opiniones minoritarias, disidentes y críticas, son las que más posicionan al Estado como garante de los derechos humanos; en este sentido, la prensa juega un papel crucial.
Si no se permite la existencia de una prensa libre, responsable, madura, independiente y objetiva —cuando se refiera a hechos—, pero que también sus miembros puedan emitir opiniones, que son por definición puntos de vista subjetivos —con cierto sustento para no perder credibilidad—, entonces se impide que se forme la opinión pública y la autorrealización de la sociedad civil en forma colectiva.
Quienes desempeñan funciones de interés y relevancia públicos, como son los funcionarios o los dirigentes de los partidos, deben tener un mayor umbral de tolerancia frente al periodismo crítico, por ello me pregunto ¿qué se gana silenciando directa o indirectamente a medios de comunicación libres, responsables y críticos? Nada, lo único que se gana es un retroceso en las libertades y el regreso a regímenes que no aceptan el disenso, tal vez no a grados como en el 68, en donde no había margen para la libertad, pero sin duda regresivos porque la intimidación puede ser de forma velada y el efecto es el mismo, se infunde miedo al disidente, al crítico, al que tiene una opinión contraria y minoritaria, el mensaje es claro, “tú decides si hablas, pero si lo haces contra el gobierno o de algún ente allegado a él, va a haber consecuencias”. No se puede poner en crisis al “periodismo de denuncia” que, por cierto, su único objetivo es la difusión de notas periodísticas, opiniones, declaraciones o testimonios que transparentan información de interés público, en la que se haya aplicado la ley en forma privilegiada o se esté denunciando alguna irregularidad en el desempeño de las funciones públicas.
Cuando directa o indirectamente con o sin anuencia del Ejecutivo federal, se intimida y silencia a profesionales de la comunicación, no solamente se silencia al comunicador, sino a todo un pueblo, se daña a la democracia y se destruye el derecho de la sociedad a estar informados y formar su opinión. En un país en donde las libertades se han ganado con sangre y en gran medida como resultado del movimiento estudiantil del 68.