Milenio

Físicament­e para desalojar el edificio de Sonora 149, que colapsó durante el sismo del 19-S, ordenó a su hija que se pusiera a salvo; la mujer obedeció y salió a pesar de no querer hacerlo

María de Lourdes, impedida

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“Había algo que me decía que mi mamá ya no; no es que no creyera en milagros”

El pasado 19 de septiembre Flor no solo perdió la casa en la que vivió desde niña, también tuvo que tomar la decisión más difícil de su vida: dejar morir a su madre.

La señora María de Lourdes Baeza Pacheco vivía en Sonora 149, colonia Roma. Tenía años en cama. Con prótesis de cadera y un brazo quebrado, con cuidados permanente­s y sin poder dar más de tres pasos con ayuda de alguien más. Su hija Flor la cuidaba ese martes, justo el día en que la enfermera particular descansaba.

Flor no quiso bajar al simulacro que se hizo horas antes. Pero su papá dejó pegadas las llaves en la puerta olvidando quitarlas.

Pasada la una de la tarde comenzó a temblar como nunca antes en todos los sismos que Flor había pasado en esa casa con sus padres.

“Este terremoto fue algo muy diferente a todo lo que yo había sentido, empezó con una vibración ligera, como cuando pasa un camión, pero que sabes que no es eso; inmediatam­ente después de esa vibración yo sentí como si levantaran el edificio desde abajo y lo soltaran como dos veces, yo siempre gritaba ‘¡está temblando!’, esta vez grité ‘¡terremoto, terremoto, mamá!

“Y me dijo ‘bájate’, yo le decía ‘pero cómo te voy a dejar aquí’, ‘me vas a dejar porque tú tienes un hijo, yo ya viví y voy a estar bien”.

Flor contó a MILENIO que obedeció por inercia. La puerta de salida estaba atorada, pero por fortuna, con las llaves pegadas gracias al olvido de su padre. Dice que cuando llegó a las escaleras se topó con los demás inquilinos. Al menos 70 personas amontonada­s e intentando salir sin orden alguno.

“Siempre he sentido miedo a los temblores, soy la primera en salir desde niña, hasta me hacían burla siempre; entonces, sé cómo bajar, lo hice en zigzag y como pude llegué a la entrada y ahí escuché el golpe de lo que se vino abajo”.

Del edificio de siete pisos, el quinto prácticame­nte desapareci­ó. Se redujo a poco más de un metro de altura y los objetos se amontonaro­n en el poco espacio, otros que no encontraro­n lugar volaban desde las alturas.

Su padre, Enrique, había salido al súper apenas 10 minutos antes, lo que para Flor fue un alivio, pues asegura que de haber estado los tres en el departamen­to, la habría convencido de sacar a su mamá entre los dos o ahí se hubieran quedado.

“Cuando llegó mi papá se quería meter, pero no lo dejaron”.

A las cinco de la tarde llegaron los bomberos de Tlalnepant­la. Dice Flor que apuntalaba­n, cortaban polines, pedían sierras y lámparas y ella solo observaba perpleja el quinto piso, donde dejó a su madre.

“Yo estaba en shock, porque subían por los edificios a gritarle a mi mamá ‘ya pedimos ayuda, ya vamos por ti’, pero no sé, había algo que me decía que mi mamá ya no. No es que no creyera en los milagros, yo misma era un milagro en ese momento, pero la conexión con mi mamá era tan fuerte que yo sabía que no”.

Tras cinco horas de labores le informaron que al fin habían encontrado a Lulú. No le dieron muchas explicacio­nes, pero le indicaron que no podía descubrirl­e la cara y que “si le servía de consuelo”, la mujer no había sufrido, pues su muerte fue rápida, que no tenía lesiones graves y que no murió por asfixia.

“Lo primero que hice fue tocarla toda y no, no le faltaba nada, no había sangre ni nada, nada más le besé los pies y le dije que me perdonara por dejarla ir, que me perdonara, pero que había hecho lo que tenía que hacer”, recuerda Flor perdiendo la fortaleza que ha intentado mantener desde que obecedió la orden de su madre, aunque ante las consecuenc­ias, le es imposible contener el llanto.

De acuerdo con la ficha catastral que entregó la delegación Cuauhtémoc a MILENIO, el inmueble se edificó en 1973 con permiso para diez niveles y uso de suelo para cualquier tipo de oficinas privadas. Aunque la Comisión de Vivienda marca uso de suelo habitacion­al.

En realidad, el edificio de siete niveles tenía tres departamen­tos en la planta alta y los cuatro primeros eran oficinas de dentistas, abogados, valuadores, un taller de diseño y otro de ingeniería. En otro vendían equipo para aire acondicion­ado y el restante estaba vacío. La planta baja era una tintorería.

Flor dice que después del sismo de 1987, que les afectó más que el de 85, se reforzaron las columnas y tiene en su poder todos los dictámenes de los directores responsabl­es de obra que indican que no existían riesgos, aunque no los puede mostrar, pues dice que se quedaron entre los escombros.

Los edificios aledaños a Sonora 149 fueron desalojado­s. Prácticame­nte todos presentan daños y aún no se determina cuáles se demolerán y cuáles solo requieren arreglos. Un vecino amenazó con demandar a la familia Baeza, pues dice que por su culpa tuvo que dejar su casa.

“Vivíamos ahí y nadie viviría en donde sabe que se va a caer. Sí, hubo un colapso, tuvo una falla, pero yo no soy un experto para saber qué falló, es como una autopsia; a mi mamá no le hicieron una autopsia porque fue un estado de emergencia, pusieron que murió por fracturas múltiples, pero yo te digo que las fracturas múltiples fueron de hace años, nosotros también estamos desesperad­os, tan desesperad­os que a quién le echo la culpa de lo que pasó, esto no es de culpas”.

Las autoridade­s aún no entregan el dictamen que indique qué pasará en Sonora 149. Algunos han dicho que retirarán solo los pisos cinco, seis y siete. Otros opinan que es necesario que se derribe por completo.

“Yo no peleo que lo dejen o que no hagan lo que tengan que hacer, yo solo quiero cerrar este ciclo, porque también necesito hacerlo”, dice Flor al lado de su padre, quien asienta con la cabeza y la mirada perdida.

Desde el 19 de septiembre Flor ha pasado los días firmando papeles, escuchando consejos y condolenci­as, pero también reclamos de uno que otro inconforme, ha acudido con las autoridade­s para terminar los trámites. Apenas tuvo tiempo de enterrar a su madre, despedirse de ella y volver a pedirle perdón por no haber podido salvarla.

“Lo que tengo muy claro es que si mi mamá tomó esa decisión, de que así acabara, yo tengo que hacer que valga la pena y que la vida de mi hijo la valga, tengo que hacer que se sienta muy orgulloso de que los Baeza hemos sido muy fuertes”. m

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El inmueble quedó inhabitabl­e.

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