Gratuitamente, miden 6 metros de largo por 4 de ancho, son de aluminio galvanizado y tienen una estructura tubular; los jóvenes voluntarios de esa comunidad tardan 45 minutos en ensamblarlas
Las casas se entregan
Desde hace 20 días damnificados de Ixtaltepec, Oaxaca, pueden acceder a una casa construida por menonitas, quienes viajaron de todas partes del país hasta esta región devastada por el sismo del pasado 7 de septiembre.
Las casas son gratuitas y prefabricadas. Miden 6 metros de largo por 4 de ancho; son de aluminio galvanizado y tienen una estructura tubular. Los voluntarios menonitas tardan solo 45 minutos en ensamblarlas. Requieren solo remaches y fuerza humana para dejarlas listas.
Uno de los voluntarios es Elmer Vonth, nacido en Ciudad Cuauhtémoc, Chihuahua, pero de ascendencia alemana. Él tiene 15 días que llegó a Ixtaltepec y confiesa que desde que se instaló no ha parado de ayudar.
“Sabíamos a lo que veníamos, a trabajar, ayudar y tratar de hacerles más liviano todo lo que están pasando nuestros paisanos. Por mis venas corre sangre alemana, pero soy más mexicano que el nopal y me duele todo lo que le pasa a mis hermanos”, cuenta el joven de 1.80 de estatura y cuyo español es difícil.
Ellos se enteraron de lo que sucedía en Oaxaca por medio de las noticias en televisión. De inmediato, recuerda, se organizaron en sus iglesias para realizar una convocatoria a escala nacional con toda la comunidad menonita; el objetivo: pedir ayuda económica para construir casas a aquellos hombres y mujeres mayores de edad o discapacitados que hubieran perdido todo en el terremoto.
El proyecto, cuenta, se diseñó con la ayuda de toda su comunidad. “Una vez que tuvimos el dinero, empresarios y líderes nos sentamos para ver qué tipo de casas construiríamos y cómo transportaríamos el material; todos colaboramos de una u otra forma. Algunos cortaron la lámina y el tubo, otros ofrecieron sus vehículos para llevarlas y el resto mando a sus hijos a que vinieran de voluntarios a levantar las estructuras. Nadie se quiso quedar quieto ante los acontecimientos”.
Cada casa tuvo un costo de 25 mil pesos. Hasta ayer han sido construidas 200. “Con este número de hogares entregados terminaríamos nuestra labor. Queremos ayudar más, pero no tenemos”, confiesa el joven de no más de 30 años, mientras levanta los hombros y muestra sus manos vacías.
“Los inmuebles no son los más lujosos, parecieran solo un cuarto con una puerta”, dice, “pero con esto ya pueden protegerse del sol, la lluvia y del riesgo que significa estar dentro de una casa dañada, en una zona en la que no ha dejado de temblar”.
Otro de los voluntarios es Bradley Unger, quien mientras ayuda a colocar un techo pide que nos acerquemos a él.
Ese día le tocó liderar a un grupo de seis jóvenes de entre 19 y 27 años. Se muestra alegre, está muy emocionado. “Si le digo cuántas casas he construido hoy no lo va a creer: cinco, en menos de seis horas. Los jóvenes están empeñados en hacer sentir bien a esas señoras que han estado durmiendo en la calle”.
Bradley es un empresario de la metalurgia. Él solo lleva una semana en Ixtaltepec, pero asegura que está encantado con la gente. “Usted debe ver los rostros de las personas cuando les entregamos las casas. Ellos no tiene mucho para comer, pero ofrecen lo que hay. Algunas personas se pusieron a llorar, nos han abrazado, de hecho no me siento capaz de tomar tanto amor”.
Ellos entregan “las casitas” sin piso y sin ventanas, y el beneficiario pone lo que les hace falta. “Hacemos lo que se puede”, dice Bradley. Unos de los favorecidos con las casas fueron Francisca e Irán Martínez. Una pareja de ancianos que hasta antes del 19 de octubre dormía bajo la sombra de un árbol de mango, dentro del terreno que fue su casa. No tuvieron hijos, por lo que hoy solo se tienen el uno al otro.
Al entrar a lo que es su hogar, vemos a don Irán sentado en la orilla de su catre; es lo único que hay en su nueva casa. Todo lo que tenían lo perdieron con el terremoto.
Cuando se da cuenta que nos acompañan los menonitas, se levanta, toma su bastón y pareciera que quiere correr.
“Buenas tardes, mis amigos”, dice, mientras llora de felicidad.
Su esposa, doña Francisca, nos confiesa que su marido está maravillado, que no ha dejado de orar por los jóvenes que le pusieron casa. “Desde que ellos nos dieron la mano, mí Irán no sale de aquí y cada que los ve comienza a llorar; él es más sensible. Luego del temblor pensaba que íbamos a terminar viviendo en la calle y pensé que se iba a morir de tristeza”.
Una vez que el hombre de 89 años deja de llorar nos muestra su nueva casa y cuenta sus planes: “Le voy a poner una ventanita de madera y su piso. Ayer era pobre, pero hoy soy rico, porque tengo dónde dormir y protegerme, a Dios le pido que si llegan a mi edad que les dé más vida. Los llevo en el corazón, porque es un regalo que nunca olvidaré”, expresa el anciano mientras abraza a su esposa y a los jóvenes menonitas. M