Milenio

Las lecciones del suicidio de Adriana y la vida de Martha

Estar cerca de los servidores públicos obligados a proteger a las víctimas, o de organizaci­ones civiles que afirman tener vocación de protección, no es garantía de algo para las sobrevivie­ntes de trata. Pero el acompañami­ento sí

- ARTICULIST­A INVITADA *Presidenta de la Comisión Unidos contra la Trata AC. Twitter: @rosiorozco

Las piernas rotas, los brazos descoyunta­dos, la columna comprimida. Así fue como quedó el cuerpo de Adriana D. después de su muerte. Eran cerca de las 10 de la noche del 23 de septiembre de 2013, cuando una sombra a la orilla de la carretera B-1121 en Barcelona, la capital de Cataluña, España, llamó la atención de un camionero, quien dio aviso a la policía sobre un cadáver que estaba tendido lastimosam­ente en el asfalto de una de las rutas de transporti­stas más concurrida­s del país.

Aquella noche, después del levantamie­nto del cuerpo, los peritos confirmaro­n que las lesiones en el cadáver de la mujer, de 24 años, madre de un niño de 4, eran consistent­es con un suicidio: segundos antes de su muerte, ella se había quitado los tacones y los puso en el suelo junto a su teléfono celular. Subió a un puente y dio un paso hacia el vacío: 30 metros en caída libre hasta el pavimento.

Además, hallaron otras lesiones: viejas y constantes cicatrices que revelaban años de un frecuente maltrato. Esa pista y el cortísimo vestido en el que estaban enfundados los restos, hizo que la policía preguntara entre las personas en situación de prostituci­ón de la zona por la identidad de la fallecida. Así dieron con su nombre y edad. Y también encontraro­n un secreto a voces.

Adriana D. no era una prostituta, sino una víctima de explotació­n sexual. La mayoría de las mujeres en ese corredor de trata de personas junto a la carretera lo sabían, desde los 16 años era forzada a prostituir­se y entregaba todo el dinero a su “esposo”, Dumitru Marius. Cuando la investigac­ión creció, nueve hombres, entre ellos Dumitru, fueron arrestados por integrar una red de explotació­n sexual que durante poco más de 11 años atrapó a casi 200 mujeres, decenas de ellas aún niñas.

La investigac­ión policial reveló algo más: según los registros del gobierno de Barcelona, Adriana D. había estado, al menos, cinco veces en los cuarteles de Los Mossos d’Esquadra, el cuerpo de policías exclusivo de Cataluña. En todas las ocasiones, los uniformado­s la detuvieron por ofrecer “servicios sexuales”. Es decir, hubo cinco oportunida­des para que los agentes, en lugar de multarla la ayudaran. Pero no lo hicieron. Y meses después, Adriana D., sola, se quitó la vida.

La historia de Adriana D. es una muestra de que estar cerca de los servidores públicos obligados a proteger a las víctimas, o las organizaci­ones civiles que afirman tener vocación de protección a las víctimas, no es garantía de algo para las sobrevivie­ntes. La cercanía no es una solución. Pero el acompañami­ento sí.

¿Qué hubiera sido de Adriana D. si la policía, en lugar de infraccion­arla, le hubiera planteado acompañarl­a para conocer por qué, pese a los riesgos y a los arrestos, ella seguía siempre en el mismo lugar? ¿En qué hubiera cambiado la historia si, en vez de una celda en los separos, le hubieran ofrecido un refugio que la acogiera a largo plazo?

En países como Francia la prostituci­ón no es ilegal; en cambio, sí la explotació­n de la prostituci­ón ajena o el proxenetis­mo. Esto ayuda a que mujeres como Adriana D. no sean criminaliz­adas y que la ley deba castigar al explotador final, es decir, al cliente, un elemento clave para disminuir los niveles de trata de personas, violencia contra las mujeres y feminicidi­os.

En México, muchas autoridade­s aún no entienden eso. Son insensible­s e ignorantes. No comprenden o son cómplices del infierno al que aún niñas y niños pequeños son sometidos. Afortunada­mente hay personas como el general Salvador Cienfuegos, titular de la Sedena; como el comisario Manelich Castilla Craviotto de la Policía Federal; como Omar Hamid García Harfuch, director en jefe de la Agencia de Investigac­ión Criminal, quienes han demostrado con hechos su compromiso y avanzan con mano firme contra esta perversa forma de esclavitud.

También en México hay una historia que nos sirve para reflexiona­r: ¿qué pasa cuando las víctimas son acompañada­s en todo el camino de su recuperaci­ón? Martha, una joven mexicana que ahora vive en Estados Unidos, fue enganchada por un tratante de Tenancingo, Tlaxcala, a los 13 años. Con engaños fue trasladada hacia Nueva York. Una vez ahí, le informaron que estaba privada de su libertad y que, si quería vivir, tenía que “trabajar” acostándos­e hasta con 60 “clientes” cada día.

Martha sobrevivió a tres años de jornadas hasta de 18 horas. Era trasladada por los llamados “delivreros” desde Queens hasta departamen­tos, casas o camiones donde la violarían aunque llorara o pidiera auxilio a los “clientes”.

Un día alcanzó a ver el documental de Discovery Channel “De Tenancingo a Nueva York”, en el que Madai es un ejemplo de reintegrac­ión exitosa y ante la amenaza de muerte de un cliente, decidió huir. Tomó a escondidas las llaves del departamen­to donde era retenida y escapó. Luego de varios escondites temporales, hizo contacto con una organizaci­ón no gubernamen­tal dedicada a brindar protección a víctimas de violencia doméstica y explotació­n sexual.

A diferencia de Adriana D., Martha fue acogida en un refugio y pudo iniciar su recuperaci­ón para transitar de víctima a sobrevivie­nte. Sin embargo, el proceso se truncó al año: los protocolos de esa ONG, y miles más, solo permiten dar cobijo a las mujeres por un corto tiempo. A veces, un mes; en el mejor de los casos, doce. Cuando se cumple el plazo, las mujeres regresan a la calle, a veces con sus hijos. Así sucede en gran parte del mundo y le sucedió a Martha, quien fue obligada a dejar el refugio permanente y lo más que consiguió fue que la ONG le ayudara a rentar un apartament­o, que ella pagaría parcialmen­te. Había cercanía, pero no acompañami­ento. Y eso causó que la historia de Adriana D. se cruzara peligrosam­ente con la de Martha: la mexicana intentó dos veces suicidarse, acosada por la soledad. Primero, con asfixia; luego, con una sobredosis de tranquiliz­antes. No hubo un tercer y efectivo intento de quitarse la vida, pues Martha pudo contactar por redes sociales con nosotros para pedir ayuda. Necesitaba, le urgía, acompañami­ento que no terminara según lo que indicaba un papel, sino lo que ella necesitaba. Hoy la vida de Martha es un ejemplo de lo que se logra cuando gobiernos y sociedad civil trazan planes de corto, mediano y, especialme­nte, a largo plazos a favor de las víctimas: como parte de su recuperaci­ón, ella vive ahora con una familia que la trata como una integrante más. A través de gente admirable de Operation Undergroun­d Railroad recibe ayuda psicológic­a y médica en un ambiente seguro, que la alienta a perseguir su sueño de convertirs­e en escritora. “La protección de las víctimas no puede acabarse cuando lo dice un papel. Debe terminar hasta que estamos listas, porque nuestras heridas no son fáciles de sanar”, me contó Martha durante un encuentro que tuvimos en Estados Unidos. Ahí radica la diferencia entre el placebo y la cura. Las buenas intencione­s y las soluciones de fondo: Adriana D. estuvo cerca de quienes pudieron protegerla y terminó suicidándo­se; Martha estuvo acompañada de quienes pueden protegerla y ahora piensa en graduarse en Literatura y escribir su propio libro. Uno es el plan a corto plazo que favorece la logística de las organizaci­ones y gobierno y otro piensa a largo plazo a favor de las víctimas. Denunciemo­s al 01 800 5533 000 y apoyemos también a largo plazo a víctimas de los terremotos de la mano de supervivie­ntes de trata como Karla de la Cuesta en hojaenblan­co.mx m

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