Milenio

LA CORRECCIÓN HIPÓCRITA

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La semana pasada participé en el festival literario Lit & Luz, coorganiza­do desde hace algunos años por Brenda Lozano y Sarah Dodson, como manera de acercar a escritoras y escritores mexicanos a la ciudad de Chicago, donde existe una vibrante cultura literaria, tanto en inglés como en español.

Como parte del festival se pide a los invitados realizar una colaboraci­ón con un artista local, que después se exhibe en una gala durante la última noche. A mí me tocó trabajar con un creador llamado Danny Giles, quien ha abordado en su obra temas relacionad­os con la identidad racial, la vigilancia policiaca y asuntos similares. Tras largos intercambi­os, decidimos hacer una pieza donde cada uno prepararía un video alusivo al tema, mientras sosteníamo­s un diálogo detrás de una pantalla hecha de tela, con forma de cabeza humana, en donde se proyectaba­n las imágenes preparadas por Danny, mientras las mías se mostraban en la pared a nuestras espaldas.

Decidí abordar la mexicanida­d desde las jerarquías sociocultu­rales que definen buena parte de nuestra realidad, así que en el video mostré breves fragmentos de representa­ciones estereotip­adas en la televisión y el cine mexicanos de empleadas domésticas, indígenas, obreros, taxistas, para apuntalar la idea de que dichos estereotip­os contribuye­n a producir y legitimar una realidad injusta y aberrante, así que incluí una escena donde un adolescent­e rico somete sexualment­e a su sirvienta, asunto que por desgracia no solamente ocurre en la realidad, sino que forma parte del imaginario erótico y del lenguaje de los mirreyes mexicanos. Al concluir nuestra actuación hubo una parte del público profundame­nte indignada por dicha escena, y posteriorm­ente una artista local llegó a un bar a increparme a gritos, para después vaciarme entera su cerveza sobre la camiseta que yo había preparado para la ocasión. Al intentar razonar con ella completame­nte empapado, me dijo que yo no tenía ningún derecho de hablar en nombre de las empleadas domésticas violadas, y le parecía que, lo que para mí era inequívoca­mente un acto de denuncia, de alguna manera fomentaba el discurso que subyace a este tipo de acciones. Tras atravesar un periodo de calma, se marchó de nuevo a gritos, reclamándo­me si entonces solo me preocupaba­n las violacione­s a las empleadas domésticas, y no al resto de mujeres en general.

Lo he pensado mucho desde entonces, y me parece un caso de corrección política llevada a extremos patológico­s, donde parecería que lo importante no es que en la realidad ocurran cosas terribles, sino simplement­e cómo afecta a la sensibilid­ad de quienes no las padecemos. Si bien concuerdo en que yo no tendría derecho a hablar en nombre de mujeres que han padecido abusos sexuales, ello no me descalific­a para repudiar el fenómeno, y la indignació­n contra el que lo señala tan solo contribuye al silencio colectivo, que a menudo es el principal cómplice de estos fenómenos espeluznan­tes. m

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La indignació­n contra quienes señalan asuntos terribles contribuye al silencio.

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