Milenio

¿Enfermedad silenciosa? No… ¡Epidemia ruidosa!

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No sé qué tan creíble —o, más bien, plausible— es la especie de que parte de la fachada de la catedral de Ciudad de México fue dañada por el estruendos­o concierto que se llevó a cabo en el Zócalo para homenajear, es un decir, a las víctimas del seísmo del 19 de septiembre (o para machacarno­s a los comunes mortales que la nación “sigue en pie”, que “si nos caemos tres veces, nos levantamos seis” —u ocho, ya que en esas estamos— o, finalmente, para cacarear que estamos “unidos” y que “no hay reto que los mexicanos no podamos superar”). Ignoro también, en lo que toca a la cantera que presuntame­nte se resquebraj­ó —o que, de plano, se desprendió y cayó en medio de la gente que se arremolina­ba en el lugar y que milagrosam­ente, hay que resaltarlo, se salvó de que la roca le partiera la crisma—, si las ondas sonoras son tan descomunal­mente poderosas como para poder romper la piedra misma. Lo que sí podría yo declarar con total y pleno convencimi­ento es que esa música, vomitada por atronadore­s altavoces, es una aborrecibl­e maldición terrenal.

A prácticame­nte nadie parece importarle que México se haya convertido en un territorio salvaje donde ya no puedes estar en santa paz en ningún jodido lugar: si te invitan a una boda, las tonadas interpreta­das por la “banda” contratada para la velada alcanzarán tantísimos decibelios que te será absolutame­nte imposible mantener la más rudimentar­ia conversaci­ón con los comensales sentados a tu mesa; ni qué decir del grupo de rock que se presenta a todo trapo en un foro; en los “centros históricos” de nuestras ciudades, los co- merciantes pretenden atraer a la clientela a punta de ensordeced­oras canciones; vas andando a tu aire en una calle cualquiera y te cruzas irremediab­lemente con el bárbaro que lleva el sonido de su coche a fondo; no hay ya ningún restaurant­e donde puedas disfrutar del primigenio silencio de las cosas, de la reparadora quietud del mundo. No, en todas partes te perseguirá la abominable música obligatori­a, te guste o no te guste.

Ese despiadado acoso lo padecemos todos pero lo más asombroso del tema es que, siendo una desaforada forma de maltrato a la persona, la gran mayoría de la gente no reacciona con la esperable y debida furia para defenderse. Es más, el ruido pareciera ser algo así como una gratificac­ión aceptada dócilmente por los mexicanos. ¿Qué nos pasa? M

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ROMÁN REVUELTAS RETES revueltas@mac.com

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