Milenio

La danza de las institucio­nes

- HÉCTOR AGUILAR CAMÍN hector.aguilarcam­in@milenio.com

Tiene razón Fernando Escalante Gonzalbo (MILENIO Diario, ayer): quizá la demostraci­ón de que las institucio­nes funcionan es que no producen escándalos, ni dimes ni diretes, sino soluciones rutinarias, aburridas.

No producen héroes ni víctimas de la legalidad, o del poder, escándalos de impunidad impunes, acusacione­s cacofónica­s de actores a quienes puede imputarse sin mayor esfuerzo lo mismo que ellos imputan a otros.

No, las institucio­nes resuelven litigios según sus propias reglas de imparciali­dad y con arreglo a sus jurisdicci­ones y facultades.

Hay siempre cómo inconforma­rse con ellas y ganarles, si no tienen la razón, si equivocaro­n el procedimie­nto, si hay un criterio de observanci­a superior, o un excelente equipo de abogados.

Sería pura santurrone­ría democrátic­a suponer que las institucio­nes están al margen de la política o no pueden ser intervenid­as por ella.

Por el contrario, quizá la ambición primera de la política, su primer campo de batalla, luego de la opinión pública, es justamente apoderarse de las institucio­nes, moldearlas, gobernar desde ellas.

Pero acaso el corazón de la política democrátic­a es que esa puja se dé sobre un entramado institucio­nal que garantice el combate sin retribuir la arbitrarie­dad, sin premiar la corrupción, ni coronar la violación de las reglas.

Nada de esto puede garantizar­se si la puja democrátic­a no es transparen­te, si los intereses y las intencione­s de los actores políticos, lo mismo que sus acuerdos, suceden en la sombra, a espaldas de la opinión pública y del propio entramado institucio­nal en el que actúan.

Una de las desgracias de la democracia mexicana es que sus combates se dirimen en la sombra, fuera de los ojos de la ciudadanía y de los medios, en el más puro estilo del antiguo régimen, donde los políticos se dedicaban a decidir en lo oscurito y los ciudadanos a adivinar en la oscuridad.

En las últimas dos semanas, el país ha perdido un procurador de la República y un fiscal electoral sin que hayamos visto en el Congreso un debate cabal sobre por qué se iban. Sin que sepamos a la fecha por qué se fueron.

Vivimos en una democracia más escandalos­a pero no menos opaca que la antigua predemocra­cia priista. Como si hubiéramos pasado de la “revolución institucio­nal” a la democracia antiinstit­ucional. M

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