Un recuerdo/ IV
Como 32 años atrás, la tragedia provocada por huracanes y sismos ha llevado a preguntar en este espacio sobre el papel que pueden y deben jugar las casas de estudio en el proceso de reconstrucción que se está iniciando. El fenómeno y su secuela de daños se extiende a una decena de entidades federativas y las tareas que específicamente tendrían que desarrollarse en cada una de ellas pueden ser muy diferentes. No es lo mismo la devastación de los huracanes en Chiapas, que la destrucción de viviendas tradicionales en Oaxaca, o los edificios colapsados total o parcialmente en la Ciudad de México. Con el ánimo de cerrar (¡ahora sí!) esta serie, y sobre la base de “pasar revista a las lecciones que se desprenden del pasado”, así como que cada institución “debe repasar su propia historia” (como se enunciaba la semana pasada), ahora se presenta, evocando, lo realizado por la Unidad Azcapotzalco de la Universidad Autónoma Metropolitana en 1995 y 1996.
Como sucedió en las tres unidades de la UAM en aquella época, las comunidades respectivas tuvieron una reacción inmediata: auxiliar, enfrentar, salvar. Eran los días interminables de pico y pala y de tapabocas azules que llevaron a profesores y alumnos a distintos espacios de la ciudad semidestruida. El ejemplo (nunca difundido) lo había puesto el rector general de la época. Habitante de la colonia Roma, con la imposibilidad de trasladarse a sus oficinas, con la devastación en sus propias narices, munido de una pala salió a ayudar en lo que se atravesara, como lo hicieron tantas personas en esos días y en esas horas.
Dentro de la emergencia, en la UAM-Azcapotzalco se dieron colaboraciones muy creativas. Entre otras, personal académico con dominio de idiomas enlazando a familiares distanciados, las ¨plantitas potabilizadoras de agua” operadas por alumnos, los profesores que apoyaron la brigada donde Plácido Domingo buscaba afanosamente a familiares y vecinos en Tlatelolco.
Pasada la emergencia, la UAM-A empezó a realizar acciones que tenían que ver con quehaceres académicos que se conectaban con esa gigantesca tarea que sería la reconstrucción. Tres fueron las principales. En primer lugar, poner en práctica la muy innovadora idea de diseñar una alarma sísmica. La realización estuvo a cargo de un pequeño equipo de trabajo integrado por personal académico de la Fundación Barros Sierra y de la propia Universidad. Con base en sensores y la utilización de la red de microondas, y sobre la hipótesis de que la gran mayoría de sismos se genera en las placas tectónicas localizadas en el océano pacífico, la idea se llevó en poco tiempo a la realidad. Unas cuantas semanas después se hicieron las pruebas (posiblemente los estudiantes y profesores de la UAM-A fueron los primeros en practicar un simulacro) y la ciudad pronto contó con este elemento preventivo de primer orden. Treinta y dos años después la idea original, actualizada con tecnología muy avanzada, continúa aplicándose.
La segunda acción tuvo que ver, principalmente, con el personal académico de la División de Ciencias Básicas e Ingeniería. Participando durante semanas en la evaluación de los daños estructurales de los edificios, la experiencia ahí acumulada se convirtió en un insumo muy importante para el siguiente paso: elaborar el nuevo Reglamento de Construcción del Distrito Federal, considerando las nuevas realidades que apocalípticamente se habían generado en aquél 19 de septiembre. El Reglamento se concluyó unos meses después y, desde entonces, ese grupo, ya renovado, siguió participando en la actualización de dicha norma, como hasta ahora.
La tercera acción, emprendida por profesores y alumnos de arquitectura y diseño, se centró en Tepito. Barrio bravo que sólo aceptó la ayuda oficial (del organismo Renovación Habitacional Popular) condicionada por dos aspectos: a) que la UAM diseñase las “nuevas vecindades; b) que la supervisión de la obra fuese hecha por el mismo grupo. No se creía en las empresas y sí en que la vigilancia directa de la UAM garantizara la calidad de las viviendas. De las 83 mil nuevas viviendas que RHP puso en pie entre 1985 y 1990, 500 fueron responsabilidad de la UAM, distribuidas en trece “nuevas vecindades”. Una muy pequeña proporción, pero muy relevante en las trayectorias institucionales y, desde luego, en la profesional y humana de aquel grupo de profesores y estudiantes. El barrio y sus organizaciones valoraron lo hecho, lo agradecieron, y la Universidad, aquél ente un tanto abstracto, cobró vida en una obra útil.