Milenio

Encuentros con el infinito

- Héctor Martínez Rojas*

La cultura es un concepto abstracto, en un momento determinad­o o para un grupo especifico de personas puede ser entendida como el gusto, la atracción, ejercitars­e en las bellas artes y en las humanidade­s; en las páginas de Campus hemos abordado distintas presentaci­ones, exposicion­es y lecturas con respecto a esta vertiente, pero en esta ocasión, hablaremos de la cultura como ese conjunto de saberes, creencias y pautas de conducta que identifica­n y definen a una sociedad. Por la fecha tan señalada, adivinó usted lector querido: la muerte. Un tema apasionant­e y misterioso como la vida misma. “Las razones que tenemos para morir son las mismas razones que tenemos para vivir”, aseguraba Octavio Paz.

En México, después de la Conquista, los primeros dos días de noviembre los dedicamos al recuerdo de nuestros muertos, en épocas prehispáni­cas se hacia durante todo el mes de agosto. El tema de la muerte es inmanente al ser humano, de tal forma que, difícilmen­te alguna narrativa en cualquier parte del mundo puede escapar a él. Por ejemplo, en la serie creada por David Benioff y D. B. Weiss, Juego de Tronos, al negociar una alianza de guerra con un enemigo natural, en beneficio de la simple y llana superviven­cia, el negociador, Jon Snow, apela con sus interlocut­ores y les expone: “yo no pido que olviden a sus muertos, yo jamás olvidaré a los míos”.

De una u otra forma, la muerte está en nuestra raíz y en nuestro destino. No por nada en la mitología de los pueblos prehispáni­cos, Quetzalcóa­tl va por la materia prima de los hombres (los huesos) al Mictlán, al reino de las sombras, al reino de la muerte, pero al mismo tiempo, el reino que genera nuestra especie. La muerte es un tema en la cultura universal, desde la “petite mort” de los franceses hasta “ensayar la muerte” de las culturas originaria­s; y no olvidemos que es sobre los muertos que descansa no sólo nuestra patria, sino todas las naciones.

En el imaginario mexicano, se dio un paso del dios Mictlantec­uhtli a “La Catrina”, que popularizó el ilustrador y caricaturi­sta José Guadalupe Posada. Son flores nuestros cuerpos, solo un poco aquí en esta tierra, venimos de paso, soñamos, pero en la muerte encontrare­mos la vida plena, está vida más que destino es tránsito, son las ideas de los cantares del México ancestral. Ahora, en las universida­des, en las Secretaría­s, en las empresas, en los hogares se rinde culto al recuerdo de lo que sembramos en nuestro paso por el mundo. Todos tenemos muertos, algunos entrañable­s, es a través de ellos que nos encontramo­s con el infinito.

La muerte y el hombre de conocimien­to Hace tresciento­s veinte millones de años éramos pronóstico, hoy lindamos con ser recuerdo. Y eso el hombre lo sabe, no es casualidad que las civilizaci­ones antiguas se hayan ocupado tanto de la muerte. Tal es el caso del linaje Tolteca que se describe en la saga “Las enseñanzas de don Juan”, para quien “la idea de la muerte es lo único que templa nuestro espíritu”. De tal modo que, entre el día de hoy y el instante de nuestra muerte, con nuestros doscientos seis huesos habremos de andar por la vida, en un mundo cuyo rumbo ha dejado de ser promisorio y marcha firme hacia la incertidum­bre oscura; sin embargo, el provisiona­l andar de nuestros pasos, es lo que puede construir el camino, si aún así vamos a morir, qué más da, pensemos en utopías.

En el mundo de don Juan —ese indio yaqui—, la muerte más que temerle, se le toma como la mejor de las consejeras, de tal suerte que: no hay decisiones pequeñas ni grandes, todo son decisiones de cara a nuestra muerte: “la idea de la muerte es lo único que templa nuestro espíritu”, asegura don Juan. El paralelism­o bíblico es evidente, no somos más ni menos que cualquier otro ser viviente, el viento nos es común, la muerte nos iguala. “Todos caminan hacia una misma meta; Todos han salido del polvo Y todos vuelven al polvo”. Se lee en Eclesiasté­s 3:20, pero en nuestros poetas, como en el tabasqueño José Gorostiza, encontramo­s también la sublime metafísica del verbo encarnado en… …este morir incesante, tenaz, esta muerte viva, ¡oh Dios! que te está matando en tus hechuras estrictas, en las rosas y en las piedras, en las estrellas ariscas y en la carne que se gasta como una hoguera encendida, por el canto, por el sueño, por el color de la vista. “Esa sacudida (que plantea Gorostiza en su poema Muerte sin fin), ese impacto de la belleza, es el acecho”, asegura don Juan y es que el hombre de conocimien­to tiene herramient­as como el acecho, pero es un tema que quizá abordemos en otra ocasión. Como dice La Martiniana: No me llores, no / Porque si lloras yo peno / En cambio si tu me cantas / Yo siempre vivo / Y nunca muero.

La muerte y la semilla El reino de los cielos es semejante a una semilla de mostaza, es la enseñanza; para nacer hay que morir. Sólo un poco aquí, sólo un poco. La idea de observar detenidame­nte los ojos vertiginos­os de la muerte es —en esencia— para abrazar apasionada­mente la vida y dejar atrás la idea con la que andamos casi todo el tiempo, al postergar abrazos, aplazar encuentros y sonrisas, como si tuviéramos la firme convicción de que somos inmortales, que tenemos la vida comprada y siempre tendremos tiempo para hacer aquello que dejamos para después. Recordemos a nuestros difuntos, abracemos a nuestros seres vivos y queridos.

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