De dreamer a soñador, un aprendizaje sin fronteras
A pesar de los apoyos que ofrezca el gobierno, sería ingenuo pensar que las ilusiones de miles de jóvenes no serán rotas al ser deportados; se darán cuenta de que el desencanto social no permite la existencia colectiva del mexican dream
Las pesadillas no terminan en este mundo atrapado por las redes sociales, solo son sustituidas por otras con cada amanecer noticioso. Al despertar nos damos cuenta de lo difícil que es soñar colectivamente desde la conciencia de nuestra compleja realidad mexicana.
Aunque dejó de ser nota de primera plana el anuncio que hizo Donald Trump, hace dos meses, respecto a la terminación del programa DACA, hoy el hecho sigue sin dejar dormir a miles de dreamers.
No puedo dejar de identificarme con sus temores al haber experimentado una situación similar en 1973. Después de residir legalmente 17 años en Estados Unidos, mi padre decidió volver a México. Al haber nacido en un pequeño pueblo, lo último que yo deseaba era migrar a la Ciudad de México.
Deportación legal obligada o repatriación voluntariamente impuesta por la familia, la pesadilla de abandonar el país que uno siente suyo es similar. Entre mis temores estaba el sentir que los sueños cultivados en aquella tierra de oportunidades serían sepultados por la realidad de un país “tercermundista”, según se referían al México de los años setenta tanto gobierno como sociedad.
El día que me despedí de mis amigos, estaba convencido de que al terminar el bachillerato volvería a lo que consideraba mi verdadero hogar para soñar de nuevo con un futuro mejor.
México era un laberinto de adversidades sociales y culturales en el que no hallaba sentido de identidad ni pertenencia. ¿Cómo imaginar un futuro si a pesar de ser hijo de mexicanos, todo indicaba que nunca sería aceptado como uno más entre tantos?
Pronto me di cuenta de que las diferencias culturales, tradiciones y formas de pensar el mundo son producto del devenir histórico y socioeconómico del entorno. En mi caso, se notaba el acento típico de un yanqui. Mi desconocimiento del albur se prestaba al acoso verbal, el futbol no era lo mío. No encontraba ninguna gracia en la Señorita Cometa ni en el humor de Capulina. Con tantas diferencias que enfrentaba por el choque cultural, sentía que era un non entre mis pares.
Para agravar esta pesadilla adolescente, gracias a la insensibilidad burocrática cursé un doctorado forzado en primero de secundaria. Aunque en Estados Unidos ya había aprobado el séptimo grado, al llegar a México me advirtieron que tendría que repetir su equivalente, primero de secundaria; lo recursé con éxito.
Sin embargo, las autoridades de la SEP dijeron que por reglamento tendría que repetirlo, ya que sin saberlo, lo había aprobado solo como oyente. Ganas me sobraban de convertir a varios funcionarios en oyentes de una mentada reglamentaria.
Por burocracia absurda, que nada tenía que ver con mi desempeño académico, además del reto de armonizar la polaridad cultural con mis compañeros de salón, ahora enfrentaría una diferencia cronológica y de estatura significativa por demás vergonzosa. Nunca olvidaré las miradas al entrar al salón para iniciar mi tercer primero de secundaria. ¿Cuál dreamer ni que ocho cuartos?, aquí te sientas en una banca, aunque le quede chica a tus sueños.
En contraste con Estados Unidos, donde los sueños y la esperanza son recursos formativos básicos que se fomentan desde la niñez para movilizar la imaginación hacia las metas que se quieren alcanzar, pronto asumí que en México era mejor conformarse con sobrevivir ante la adversidad.
Afortunadamente, los contrastes que identifiqué entre ambos países despertaron mi interés por abordar las tres preguntas de la condición humana: ¿dónde estoy?, ¿cómo llegué? y ¿para dónde voy? Estas interrogantes, junto con otras derivadas de las diferencias culturales y de lenguaje que daban forma a mi cotidianidad, se convertirían en los hilos conductores de mi destino. Así transformé el choque cultural doloroso en proyecto de vida para volver a soñar mi futuro, ahora en la tierra de mis padres.
A pesar de los apoyos que ofrezca el gobierno mexicano, sería ingenuo pensar que las ilusiones de miles de dreamers no serán rotas al ser deportados al país del cual huyeron sus padres por las adversidades que hicieron inviable su futuro. Desde que mi familia emigró a Estados Unidos en 1956 hasta la actualidad, en que la corrupción generalizada y los casos de impunidad recurrentes dictan la sentencia de que el que no transa no avanza, México sigue sin ser un lugar donde sea posible cerrar los ojos para soñar convencida y colectivamente en un futuro mejor.
Al contar con una cultura ciudadana más sólida, o al menos con una conciencia de sus deberes cívicos al interior de su comunidad, los dreamers se darán cuenta de que nuestra raquítica cultura cívica es un síntoma del desencanto social que no permite la existencia colectiva del mexican dream, a diferencia del american dream con el que han crecido.
Entre el “I have a dream” de Martin Luther King y el “a qué le tiras cuando sueñas mexicano” de Chava Flores, un dreamer tiene claro de qué lado de la frontera está su corazón.
Al igual que estos soñadores del norte de la frontera, por muchos años estuve convencido de que mi futuro solo podría ser viable en Estados Unidos. Nunca imaginé que aquella adversidad que enfrenté a los 13 años, y todas las que le han seguido al quedarme en México, se convertirían en un aprendizaje vital para entender que un dreamer de verdad nunca deja de serlo, simplemente aprende a traducir su destino para volverse un soñador incansable.
Si bien aprendí a soñar en un pueblo del medio oeste estadunidense, ahora tengo la certeza de que fue en la Ciudad de México donde logré comprender el papel que debe jugar nuestra capacidad de soñar colectivamente en un proyecto de país mediante la consolidación del tejido social, sin importar la diversidad.
En lo individual, es urgente que la niñez y juventud aprendan a soñar a largo plazo para que sean arquitectos de su propio destino, sin importar las adversidades de un entorno dominado por violencia e inseguridad.
Es crucial priorizar el desarrollo de las habilidades socioemocionales contempladas en el Nuevo Modelo Educativo que presentó la SEP. En este contexto, son esenciales las competencias lectoras, ya que de ellas depende la capacidad de sentir empatía, además de facultar el pensamiento crítico y desarrollar el lenguaje necesario para imaginar el futuro.
Parecería destino que el lugar en el que enfrenté este conflicto introspectivo entre dos culturas y donde finalmente encontré las raíces con las que pude apreciar el valor de ser bilingüe y bicultural, la colonia Héroes de Padierna, también tuvo lugar una de las últimas batallas de la Guerra del 47, con la que México perdió la mitad del territorio.
También parece providencial que, en este sitio histórico, donde aún vivo y aprendí a disfrutar la vida de barrio gracias a mi convivencia callejera con el Guada, el Guango, el Cani, el Libo, el Chómpiras y tantas otras amistades, también tuve de vecinos a la familia Videgaray Caso y vi crecer a Luis, hoy responsable de promover un acuerdo que evite que sean arrebatadas las ilusiones de miles de dreamers por una derrota más ante el imperio del norte.
En esta ocasión no se disputa la mitad del territorio nacional, pero sigue en juego la posibilidad de que cientos de miles de mexicanos sigan soñando con una vida mejor. Esta reflexión no estaría completa si no comparto el sueño que logré sembrar en la tierra de mis padres. No es muy complicado, pero se requiere trabajar con pasión y creatividad en la tarea de educar para hacerlo realidad.
Sueño con que algún día logremos reconocernos respetuosamente en la diversidad para unirnos en la esperanza de heredar un mundo mejor a las futuras generaciones de soñadores, sin importar de qué lado de la frontera vivan. m