Milenio

UNA RAYA CON RAY LORIGA

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Existen dos tipos de personas. La que en el cine se identifica con los buenos y la que se identifica con los malos. Yo pertenezco a una tercera clase: la que se identifica con el yonqui. En la literatura me ocurre lo mismo. En el 95 fui conquistad­o por un libro: Caídos del cielo. Me lo topé en los libros usados. La sola imagen de portada bastó para decidirme a comprarlo. Fue así como descubrí a Ray Loriga.

Como obedecía, fui a la caza de otros títulos del autor. Pero en las librerías de mi pueblo jamás habían escuchado hablar de él. De aquellos días recuerdo un viaje a Monterrey. Y de lo arduo que resultó un traslado de una hora en autobús hasta una librería para hacerme de una joya: Lo peor de todo.

El tiempo sería benévolo con nosotros: los lectores de Loriga de un pueblito perdido del norte de México. En 1999 aterrizarí­a Tokio ya no nos quiere. Un libro que ahora no puedo leer así como no puedo escuchar “Dark Side Of The Moon”, de Pink Floyd por haberlo oído tanto a lo largo de mi vida. En aquella época, sin Amazon, sin internet, mi biblioteca adolescent­e la conformaba­n diez o 12 títulos que releía con fruición: Menos que cero, Planeta champú, etcétera.

Los malditos escaseaban. Y Loriga, pese a vivir al otro lado del charco, me describía en hi-fi el hastío que se respiraba de este lado b. Una puta idea tenía. Loriga había sido víctima, como todos nosotros, del poder evangeliza­dor de John Wayne.

Nunca me plantee el propósito de conocer a Ray Loriga en persona. Pero la vida propina castigos ejemplares. En la preparator­ia reprobé literatura. Encabronad­o, tomé de las solapas al atolondrad­o profesor y le espeté que me aprobara o le pesaría. A mí no me interesaba la clase ni la escuela. Pero fue una buena oportunida­d para infligir el atropello. Y contra quién lo hice. Contra el débil. No la emprendí contra el maestro de matemática­s. El resultado fue que con los años me dedicaría a la literatura. Me cargué hacia el lado de los débiles. Y me situaría en el camino de uno de mis tempranos héroes.

En 2015 coincidí con Ray Loriga en la Feria Internacio­nal del Libro de Guadalajar­a.

Para quien no lo conozca, el Veracruz es un hoyo fonqui de la salsa. Una noche, durante la feria, alberga a lo más selecto y lo más infecto del mundo editorial: escritores, libreros, editores. El Veracruz se aperra a tal nivel que caminar es imposible, respirar se convierte en una hazaña y necesitas la visión de Spiderman para conseguir observar algo a dos metros de distancia. Ahí, en medio del barullo y la falsa sociedad, en el backstage de todo, Eduardo Lago me presentó a Ray Loriga.

—Mira, es tú hace 20 años —, le dijo Lago a Loriga.

Fue un decir, lo de Lago. Loriga apenas es 11 años mayor que yo. Pero como obedecía a la introducci­ón de parte de Eduardo, mi primera reacción fue ofrecerle a Ray una línea de cocaína.

La rechazó. Amablement­e me dijo que no se metía más. Que la había dejado hacía años. Debí poner cara de píchame un pan porque enseguida me dijo:

—Anda, dame una. Pero sólo una.

Mientras aspiraba pensé que había sido una broma, lo de que se había retirado. En esos días la vida era para mí como Thewrestle­r de Aronofsky, uno no tiene derecho a renunciar. Lago nos dejó a solas y comenzamos a charlar. Quince minutos después le ofrecí un segundo pase y se negó.

—Te dije que ya no uso. Sólo una y eso porque fue contigo.

Minutos después nos separamos. Él salió a fumar y yo a miar al baño. No nos volvimos a ver. Fuimos abducidos por la feria. Pero tuve nuestro encuentro bastante presente los siguientes días. No porque me sintiera especial porque Ray hubiera accedido a compartir un pase conmigo, sino por su determinac­ión. Me pregunté si algún día yo sería capaz de dejar la coca. Siempre que lo he intentado no lo he conseguido. Ray no mentía, dijo que una y solo fue una. Es mi más grande aspiración. Autocontro­larme. Sé que si me meto una, vendrá una segunda y una tercena, hasta el infinito y más allá.

Sería hermoso que pudiera dejar a la coca y en alguna ocasión, como Ray, probarla sin consecuenc­ias. Sin engolosina­rme. Y sin sentirme un cobarde, un pusilánime. A los cuarenta y tantos puedes pichar en las grandes ligas, pero no torear sin conflictos. Yo soy partidario de que uno no debe arruinarse los placeres. Y que alcanzado cierto punto tenga la sapiencia de un Loriga para alejarme de la droga pero de vez en cuando darle un pellizquit­o.

Terminada la feria llegué a casa y releí Héroes.

Los primeros cuatro libros de Loriga siempre han tenido el poder de producirme la sensación de ponerme de lado del adicto. M Fragmento de (Cal y Arena, 2017), de Carlos Velázquez.

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